Interior. Trinidad 2014
Escuela Rafael Trejo. La Habana 2013
Disco rojo. Poligono industrial, La Habana. Cuba 2014
Ruinas. Cabo de Gata, Almería. España
Torre Truman Power Panamá 20xx

 

DEL MISMO MODO QUE NOS CONFESABA EL (BUEN) “SALVAJE” GAUGUIN, LAS FOTOGRAFÍAS DE JOSÉ MARÍA DÍAZ-MAROTO ESTÁN TAMBIÉN ESCRITAS CON LA LUZ DE LAS EMOCIONES Y REVELADAS CON LA POLICROMADA QUÍMICA DEL COLOR. UN COLOR IGUALMENTE LIBRE E IGUALMENTE ARBITRARIO, EN TANTO QUE HA SELECCIONADO DOS TONOS FUNDAMENTALES PARA ESCRIBIR SU PERSONAL (FOTO)GRAFÍA: AZUL Y OCRE. AG UA Y LUZ. MAR Y TIERRA.

 

 

 

No he elegido en absoluto al azar esta cita del gran pintor francés, uno de los primeros viajeros artistas en busca del exotismo de otras miradas distintas y distantes de la europea. Ante la mirada clara, fría y cruel de Occidente (Rimbaud), la mirada cálida, curiosa, azulada y albero de un viajero en busca de otras tierras. Pupilas sobre la piel tostada del Caribe, de Canarias, del Cabo de Gata, de Brasil…

 

Nuestro artista nos dirá: “…los viajes alimentan mi espíritu…” Y, sin duda, el viaje ha sido y es avituallamiento constante y fundamental en su mochila… de viajero.

 

Creador de parajes fotográficos, cazador de territorios, muchas de las fotografías que presenta en este nuevo proyecto siguen arrojando una mirada tan teñida de sus propias experiencias que parece haber sido proyectada más sobre un mundo inventado que sobre un mundo inventariado.

 

Esa necesidad impulsiva y compulsiva por conocer nuevos espacios, humanos y naturales, que supone el viajar está, pues, bien presente a lo largo de toda la trayectoria artística de José María Díaz-Maroto.

 

Como ya he señalado, formalmente estas fotografías se construyen con la bipolaridad de dos colores esenciales. Por un lado (de la paleta) el azul. “¿Qué es el azul? El azul no tiene dimensiones. Está más allá de las dimensiones de las que beben otros colores…” Apasionado por el cielo azul de su ciudad natal, Niza, e inspirado también por los frescos azules del Giotto en Asís, para el artista francés Ives Klein este color, como el mar y el cielo, encarna los aspectos más abstractos de la naturaleza tangible y visual.

 

El uso del ocre es tan antiguo como la propia huella del hombre. Huella ocre en la tierra. En las paredes de la caverna. En las pisadas del suelo. En la mirada del cazador. En el oro-orín de la ambición. En la luz de ciertos ojos y de ciertos cabellos. En la piel del deseo. En las lenguas del sol. Amarillo del limón, siena claro de las pieles tostadas, matiz samoano, caribeño, andalusí, láminas doradas de los atardeceres tropicales.

 

Al elegir también este color como el otro hilo (de oro…) conductor de la temperatura visual y formal de sus fotografías, Díaz-Maroto pinta su mirada con un doble y dialéctico registro cromático: frío y cálido, agua y luz, septentrional, meridional; las dos caras de una misma y ambidiestra moneda coloreada.

 

Junto a estos constructos cromáticos, la representación visual de la memoria, esto es de la narración temporal de las historias personales y públicas, constituye otro de los ejes fundamentales de su propuesta.

 

Del mismo modo, el Tiempo, junto a otros territorios conceptuales ligados a él, como puedan ser el sentido de lo perdurable o no, e igualmente la idea de memoria, y los filamentos del recuerdo de las experiencias (personales y compartidas) son también objetos de deseo, en este caso, artísticos, que Díaz-Maroto intenta conjugar con el verbo de sus imágenes fotográficas.

 

 

 

“Es posible un arte que tiene su punto de partida en las emociones, transmitidas a través del color, un color cada vez más libre y arbitrario, y no en las reglas prescritas académicamente. Se trata de emociones que se originan en el artista y que hacen referencia a su mundo interior. Visión sincera, intensa y verdadera”.

 

Paul Gauguin. Escritos de un salvaje.

 

 

 

Una buena parte de estas fotografías reflexiona sobre el paisaje y se inserta dentro de ese ámbito de observación y meditación (dos palabras que, inevitablemente, siempre acaban rimando) de la naturaleza del que nos hablaba Cicerón. Un ámbito, por otra parte, del que Nietzsche nos dirá en El viajero y su sombra: “El que se resguarda totalmente contra la naturaleza, se resguarda también de sí mismo: jamás le será dado beber de la copa más deliciosa que puede llenarse en su recóndita fuente”.

 

Pero el paisaje no es únicamente el ámbito “real” y físico de la naturaleza, ni siquiera el resultado de la intervención que la historia, es decir el hombre, ha operado sobre él.

 

El paisaje será también el continuum de factores culturales y estéticos que definen, signan y representan un territorio, un lugar. En esencia, una elaboración mental que realizamos a partir de ‘lo que se ve’ al contemplar un territorio, un país.

 

Y tampoco se trata de un paisaje en el que la huella del hombre –ni por supuesto su propia presencia– se convierta en ausencia. Todo lo contrario, la naturaleza siempre aparece en relación directa con lo humano-urbano. Como el propio José María mismo nos confiesa: “…sobre todo me interesa el ser humano y todo lo que le concierne….” Sentimos, pues, el latido, la sangre y la carne de los principales actores del teatro de la vida: los seres humanos. Se unen así, pues, país, paisaje y paisanaje. Una tríada que, sin duda, merece la pena ser foto(carto)grafiada.