Ser Santiago
El no haber nacido en Santiago de Cuba no es óbice para no sentirme auténtico y legítimo portador de este gentilicio, que constituye el título y orgullo más grandes de mi vida. Soy santiaguero porque me he imbuido de sus tradiciones, sus connotadas fábulas y sus maravillosos mitos, que validan la razón de ser y estar de todo el que cohabita con el alma en estas nobles y leales tierras, fundadas hace más de medio milenio.
Santiago está lleno de circunstancias. En Santiago los colores y el calor se erigen en el brillo más esplendoroso de sus calles, sus montañas, sus edificaciones y, sobre todo, de sus pobladores, quienes se constituyen en entes vivos del quehacer de su identidad. Sí, su gente me ha llevado a reconocer un nuevo modo de ver el mundo, de revivir mi ser espiritual. Su gente me ha enseñado a ser irreverente y rebelde, a comportarme como tal.
Soy santiaguero porque no solo reconozco la espontaneidad de este contexto que ha sabido dar luz en la historia y la existencia de esta nación, sino también porque he sabido apropiarme de esa totalidad diversa que caracteriza la confluencia latente de lo heterogéneo, que convive en una armonía absoluta, al ser heredera de una mixtura etno-genética única, que propicia adentrarse en el conocimiento profundo del ser humano, en el otro que se dimensiona a cada paso, a cada instante en sus empinadas lomas, en las esquinas donde se respiran las luchas de años pasados y el bregar constante del hoy por un futuro mejor.
Nunca dejaré de ser y pensar en Santiago, porque tengo sentido de pertenencia, porque pude aprehender la cosmovisión telúrica del pueblo, porque recibí la herencia de tantos años de los fueros más significativos en la construcción de la condición humana que particulariza al santiaguero.