Será el Caribe…
Serán sus aguas, sus soles. Será África, el látigo en la espalda, el canto irresistible en la garganta. Será Europa, pálida, conquistadora, con sus reinos a cuestas, de pólvora y fulgor, de sangre y piedra. Será el crisol, la artesa donde se funden los colores. Será lágrima y sal, la luz, la mirada frente a la mirada. Será el café, la melaza, la noche. Será el cimarronaje, el machete, la ergástula.
Será la fe ancestral, la tierra, la raíz, la miel, la calabaza. Serán las olas lamiendo a Sotavento y Barlovento, los aires, la brea emergiendo del fondo. Será el merengue, el son, el calypso, los metales sonantes. Será el bolero como una ópera minimal. Será el zargazo, el alma verdeazul, el rojo sobre la memoria. Será el sable de Louverture, la diáspora, el ajiaco, el huracán. Será el abrazo de estas islas pequeñas, de estas costas por donde asomó América.
La poesía es una gota, por ella asoma el océano. No hay Caribe sin poesía. El Caribe es Aimé Césaire. Es Braithwaite, Naipul, Lamming, Walcott, Eloy Blanco, McCay. Es Rafael Hernández cantándole a Borinquen, la tierra del Edén. Es Nicolás Guillén:
He tenido la suerte de vivir, de estallar cada julio en Santiago de Cuba, con el Festival del Caribe o Fiesta del Fuego. Se trata de un convite, de una olimpiada cultural, que desde los años 80, ininterrumpidamente, acoge las arterias de la más caribeña de las ciudades cubanas. Se trata de una flama encendida para los artistas populares, la cultura tradicional, los ritos mágico-religiosos, la investigación y la lírica, el baile, el reconocimiento, la identidad. Un universo de bahías abiertas, no de cerradas calas.
Por estas calles ha desfilado la serpiente del Caribe, polícroma y sensual, la reina del carnaval de Aruba, los muñecos gigantes de Pernambuco, el coro de Bahamas, los diablos danzantes de Yare, los tambores de San Millán… Ha sido cercado de admiradores García Márquez, han sido aplaudidas Totó la Momposina, Sonia Silvestre, Lucecita Benítez, Pablo Milanés…
El Festival del Caribe ha proyectado al Caribe. Le ha colocado frente a sus espejos, le ha obligado a mirar hacia adentro y hacia al lado. Le reveló como espacio cultural y no meramente geográfico, corporizado en los oasis de resistencia y creación. ¿No hay mucho de Caribe en Nueva York, en Londres, en Montreal, en Madrid, en Ámsterdam; igual que en Yucatán, en La Guajira, en Belice, Paramaribo, Montego Bay, en Vieques, en Bonaire? ¿Acaso el Caribe no lleva consigo sus ardores y sus sabores a dondequiera que va?
Jesús Cos Cause, El Quijote Negro, uno de los dioses tutelares de estas fiestas, nos dijo alguna vez que «El Caribe es una forma de ser, de proyectarse con características propias dentro de este universo. Esta parte del mundo tiene un sentido distinto que no tiene que ver con tambores y mulatas. Es un asunto sanguíneo, y es, ante todo, la historia que nos define. Esa es la raíz secreta que nos comunica más allá de idiomas y razas».
O como escribiera el poeta y profesor Christian Campbell, desde las Bahamas: «(…) empecé a nadar a los nueve:/ de qué manera el sol y el cloro/ besaron mi piel untándola de noche (…)/ No hubo vuelta atrás».
Desde lejos, el Caribe alumbra. Solo pueden verle en la periferia los que no le conocen. Cuando se habla en español, en inglés, en francés, en creole, en papiamento; cuando se abren las puertas, cuando se abren las cuerdas, cuando la güira explota, cuando los labios se juntan en la noche del Caribe, se funda otra noción del mundo.
El Caribe es estirpe. Es su lucha, su gente indómita, franca. El Caribe es un irradiador de espíritus, un reservorio de las diversidades. Una muestra de que es posible vivir en la multiplicidad de razas, de lenguas y creencias. El Caribe es una invitación perenne. Y si canta, danza, ríe, si lo hace, es porque es paz.