Las primeras siete villas cubanas
Cuba fue bautizada por sus pobladores indígenas mucho antes de la conquista y colonización española. Su calificativo aborigen alude a la extensión territorial de la mayor de las Antillas americanas. Era tierra acreditada cuando el 27 de octubre de 1492 - sugestionado con que se trataba de Cipango (Japón) -, Cristóbal Colón la descubre para el Viejo Mundo. Como Juana la cristianó el Almirante de la Mar Océana, en honor al príncipe Don Juan, heredero del trono de Castilla. Pero cual imprecación de los apócrifamente “colonizados” su hermoso nombre de mujer pervivió hasta nuestros días.
Al remontar el río en la inmediaciones de Bariay, pequeña ensenada al nororiente del archipiélago, Colón quedó deslumbrado ante la fastuosidad de la naturaleza cubana. Célebres son sus anotaciones en el diario al describir con admiración “la tierra más hermosa que ojos hayan visto.” Durante ese, su primer viaje, al bojear hacia la Punta de Maisí, se detiene en la bahía de Porto Santo (hoy de Baracoa) para plantar la Cruz de la Parra, en un signo irreversible del futuro proceso de evangelización.
No es hasta su segundo viaje a Cuba en 1494 que el Almirante recorre las costas meridionales de Oriente y navega el litoral sur en dirección oeste, alcanzando la ensenada de la Broa en Pinar del Río. A pesar de la certeza de estar bojeando una ínsula, Colón exigió a sus hombres la firma de un juramento donde daban fe de haber tocado “tierra firme” continental. La naturaleza insular de estas tierras sólo quedó confirmada en 1510 tras ocho meses de circunnavegación de los navíos al mando de Sebastián de Ocampo. Poco convincente había resultado la insularidad cubana dibujada en 1500 por el cartógrafo y navegante español Juan de la Cosa, en su Mapamundi de las Indias Occidentales.
Al adelantado Diego Velázquez de Cuéllar correspondió, entre 1511 y 1515, instaurar las primeras villas españolas en la isla.
Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa fue la primada. Por muy corto tiempo se erigió en centro del gobierno que luego pasó temporalmente a Santiago de Cuba como capital del país y sede de la Casa de Contratación y Fundición del Oro. La urbe santiaguera fundada en 1515, conserva aún esa especie de fuerte-morada de cantería que habitó el Gobernador Velázquez y exhibe intacta en su promontorio la fortaleza de San Pedro de la Roca, signo de su estimación por la corona española.
La segunda villa instituida en el avance a Occidente se apostó en 1513 al centro de la más extensa cuenca hidrográfica del país y territorio vastamente poblado por indígenas. Pronto se apodó Reina del Cauto a la urbe beneficiada por uno de los afluentes del caudaloso río Bayamo. Velázquez la nombró San Salvador: “porque allí fueron libres los cristianos del cacique Hatuey”, rebelde indígena que encabezó el más aguerrido enfrentamiento al poder colonizador. Siglos después, San Salvador de Bayamo, como nacida insurrecta, acunó a los próceres de la independencia nacional y ardió hasta perder su fisonomía originaria, cumpliéndose la voluntad popular de no entregarla al ejército monárquico.
La Santísima Trinidad se asentó en 1514 en las márgenes del río Arimao, al centro del país y en vecindad con la bahía de Xagua. Un año después encontró espacio definitivo en las cercanías del enclave indígena Manzanillo. Como detenida en el tiempo en su disposición medieval por haber venido a menos sus pobres lavaderos de oro y constreñida al breve espacio entre el macizo montañoso del Escambray y el mar, la villa es testimonio de una época de encanto y belleza urbanos, derivada de su posterior esplendor azucarero en el Valle de los Ingenios.
Todavía, en nuestros días, embriagan sus calles adoquinadas y empedradas, las aceras de ladrillos y losas bremesas; de sus casas asombran los mediopuntos de persianas en abanico, los aleros con pretiles y copas, las filigranas de las rejas de hierro con guardapolvos, los aleros de tornapunto, las coloridas mamparas y vitrales.
A seguidas de Trinidad, nace Santa María del Puerto del Príncipe. Ubicada cerca del actual puerto de Nuevitas, a orillas del mar como lo supone su título y contigua a los lavaderos de oro, debió mudarse tierra adentro un año después, hasta quedar definitivamente (1528) en los predios del cacique Camagüebax, debido a las rebeliones indígenas y al asedio marítimo. Equidistante de ambas costas, entre los ríos Tínima y Hatibonico, Camagüey cobró fama por la abundancia de ganado en sus llanuras.
Próxima a Trinidad, Velázquez ordenó en 1514, al decir del Padre Las Casas, “que se poblase otra villa más dentro en la tierra, cuasi en medio de las dos mares del sur y del norte, y llamóla la villa de Sancti Spíritus (...)” Fijada luego en las márgenes del río Yayabo, algunos historiadores refieren que en sus proximidades se ofició la primera misa en Cuba, durante el segundo viaje de Colón a la isla, donde el Almirante tuvo noticias del mucho oro que había en Cubanacán.
A finales de agosto de 1515 quedó establecida Santiago de Cuba, la séptima y última fundada por Velázquez. De las huellas de la etapa colonial ninguna otra más ilustrativa que el Castillo de San Pedro de la Roca o Castillo del Morro, fortaleza declarada Patrimonio de la Humanidad en 1997 por la UNESCO. Desde aquí se tiene una de las imágenes más bellas de la bahía y su entorno.
Por su parte, el segundo de la expedición de Velázquez, el sanguinario Pánfilo de Narváez, quien había tomado rumbo opuesto hacia el occidente del archipiélago, fundó - entre abril y agosto de 1514 -, cerca del sureño pueblo de Batabanó, la que luego se entronizaría como capital de Cuba.
Ciudad viajera, conoció del desplazamiento progresivo al norte dadas las condiciones de inseguridad e insalubridad que poseía su primer enclave. San Cristóbal de La Habana se ubicó finalmente (1519-1524) en los predios del cacique Habaguanex y de cara al Puerto de Carenas, bahía de bolsa con estrecha embocadura, donde se encontraban a buen recaudo las flotas que llegaban y partían de Las Indias hacia la península española. Pronto, eficientes astilleros echaron al agua nuevas naos y calafatearon los barcos en tránsito. Todo un sistema de provisiones para los tripulantes exaltaba la funcionalidad de la urbe cuya cercanía a la corriente del Golfo de México completó su predisposición a convertirse en “ombligo de América” y “llave de toda la contratación de Yndias”.
Su majestuosidad la enaltecieron las macizas fortalezas abaluartadas que custodian aún esta urbe cosmopolita y preservada como pocas en su desarrollo y concepción urbanística primigenia.