El recuerdo más lejano y a la vez exacto de mi infancia me sitúa en 1948, con tres años de edad. En la salita de la  casa hay una radio a la que mi tía Celia, medio sorda, le pega el oído. Muy cerca, una vecina que no tiene aparato receptor se mantiene también atenta y, a su lado, de pie, mi madre contiene la respiración y mira hacia la radio como si estuviera a la espera de que le canten el  número de la lotería que nunca le llegó.

De pronto la tía Celia se echa a llorar, y al unísono la vecina, y después mi madre, y por último yo, el único de los cuatro que no puede explicar el por qué del llanto.

Años más tarde até cabos de aquella noche de 1948 en que fui arrastrado por una emoción colectiva, y en 1971 se la relaté en La Habana a Félix B. Caignet, prácticamente ciego entonces y a punto de cumplir los ochenta años. 

––¿Y nadie te limpió los mocos? ––me preguntó, entusiasmado por la historia.

Caignet tiene el mérito de haber paralizado a Cuba entera durante un año junto a un aparato de radio. Y luego a América Latina, un país tras otro sucumbiendo bajo los efectos melodramáticos de El derecho de nacer, historia de amores contrariados, de buenos y malos, de ricos y pobres,  de nacimientos espurios y, principalmente, desbordada de un suspenso que se acentuaba hasta el delirio al final de cada capítulo y que repetiría a lo largo de los años en otras entregas

Y para rematar, la utilización de un narrador prolijo en imágenes edulcoradas y de una música (también él era compositor) capaz de desgarrarle el alma al más frío de los mortales.

Nadie le discute al cubano Caignet el mérito de haber sido el primero en armar una fórmula dramática que desde presupuestos populares rindió a vastas audiencias.

Cuando tras radiarse su novela en Brasil, el autor arribó a Río de Janeiro, miles de personas lo esperaban en el aeropuerto. Allí se abrazó a la multitud y a los actores, que le agradecieron por haber alcanzado una notoriedad nunca imaginada. Lo mismo sucedió en Perú, Argentina,  Venezuela y otros países.  

Pero fue Brasil el que, con la llegada de la televisión, mejor le tomó el pulso a Caignet y a su técnica para estrujar corazones. Una fórmula que no se arma sola y que requiere del concurso de diversos talentos, que al paso de los años han ido creando productos cada vez más elaborados.

El ejemplo más conocido de la impronta Félix B. Caignet pudiera ser la exitosa La esclava Isaura, de 1976, realizada a partir de una novela de Bernardo Guimaraes que se ambienta en los tiempos del Brasil imperial. Además de en América Latina, se exhibió en televisoras de  toda Europa, Africa y Asia, y su actriz principal, Lucélia Santos, entre los muchos lauros obtenidos, fue la primera extranjera en  recibir en China, en el 2004, el premio Águila de oro. 

Fallecido en el mismo 1976 tras una vana ilusión de recuperar la vista para seguir escribiendo, Félix B. Caignet ni oyó hablar de La esclava Isaura.

Sabía, eso sí, que en todas las telenovelas por llegar aparecería, irremediablemente, lo que los críticos de aquel entonces denominaron, en tono de reproche y sin imaginar su perdurabilidad, “la lágrima infinita”.