Gracias a las gestiones del doctor Sauto, se compraron en el extranjero lunetas, lámparas, lucernas, faroles, espejos, mármoles, porcelanas, muchos de los cuales aún se conservan.
El Sauto exhibe piezas de alto valor artístico en diferentes espacios.
El teatro se concibió como un gran instrumento musical a partir de sus elementos estructurales.
La imponente estructura de mampostería del teatro oculta un secreto: el Sauto es de madera, extraída en muchos casos de árboles talados más de siglo y medio atrás que aún se alzan, poderosos, desafiando el clima, las termitas, el peligro del fuego.
Maestros artesanos lograron activar la antigua maquinaria para elevar la platea al nivel del escenario, única de su tipo que aún funciona en una institución escénica de Cuba.

CONSIDERADO EL «MONUMENTO CIVIL MÁS RELEVANTE DEL NEOCLASICISMO CUBANO DEL SIGLO XIX», COMO LE ELOGIA LA DOCTORA ALICIA GARCÍA SANTANA, Y «REFUGIO DE LAS ARTES», COMO LE DEFIENDE EL DRAMATURGO RENÉ FERNÁNDEZ, EL COLISEO MATANCERO ACABA DE CUMPLIR 155 AÑOS

El viernes 6 de abril de 2018, en la muy cubana ciudad de Matanzas, una multitud se apretaba en el parque-jardín del Sauto. Movidos por la emoción de un amor casi patrimonial a su escena, ante la belleza devuelta por sus restauradores, muchos sintieron que cada palabra y cada melodía cobraban el sentido profundo de un himno. Ese día su teatro cumplía 155 años.
El «monumento civil más relevante del neoclasicismo cubano del siglo XIX», como le elogia la doctora Alicia García Santana, «refugio de las artes», como le defiende el dramaturgo René Fernández, ha sido por larga data el centro de la vida cultural en la región, amado como «el mejor de Cuba» o «uno de los mejores de Latinoamérica» por artistas de la talla del actor Carlos Ruiz de la Tejera o del músico Frank Fernández, respectiva pero no únicamente.
Su historia es la historia misma de los momentos de esplendor colonial de este enclave entre ríos: la ciudad de San Carlos y San Severino de Matanzas, concebida y fundada en 1693 como primera urbe moderna de la Isla, fue, sin embargo, casi un pueblo hasta los albores del siglo XIX. La habilitación de su puerto y el gran boom azucarero amasaron fortunas y fomentaron tal despegue en la sociedad y la cultura que en 1860 fue bautizada como Atenas de Cuba, título que reclama hasta hoy.
A partir de 1858 comenzó a perfilarse aceleradamente el sueño de un coliseo digno para la ciudad: se colectaron fondos, se discutieron propuestas y el mismo Gobernador de la Isla autorizó la obra para la cual fue elegido el proyecto del italiano Daniel Dall’Aglio, quien ya había diseñado el Teatro Iturbide, de México, y contribuido en los decorados del habanero Tacón.
El arquitecto romano y el entusiasta farmacéutico Ambrosio Sauto afrontaron los vaivenes de su fabricación. Levantado como una isla breve en el centro mismo de la Plaza de Colón (hoy De la Vigía), es el único de nuestros teatros donde resultan visibles sus cuatro fachadas. Estas visten con gracia a un edificio, paradigma del estilo neoclásico, que influiría en la arquitectura posterior más allá de los límites de Matanzas.
Las fachadas del Sauto orientadas geográficamente –según el trazado citadino– poseen 173 puertas y ventanas para permitir la circulación de aire y reducir el calor. Desde la década de los años 80 del siglo pasado, el teatro fue climatizado debido a los aumentos globales de la temperatura y como aislante sonoro ante el tráfico vial.
Sin embargo, la imponente mampostería oculta un secreto: el Sauto es un teatro de madera. Toda su estructura interior es de ese noble material, en muchos casos de árboles talados más de siglo y medio atrás que aún se alzan, poderosos, desafiando el clima, las termitas, el peligro del fuego… En su empleo radica uno de los pilares de su famosa acústica producto del talento de su proyectista, quien concibió el teatro como un gran instrumento musical a partir de sus elementos estructurales, como bien conocen los arquitectos Daniel Taboada y Ramón Cotarelo.
Ellos han estudiado cuidadosamente la obra de Dall’Aglio, quien además concibió su hermosa sala en forma de herradura adaptando los modelos italianos, pintó sobre ella el lujoso mural de las Musas, hizo la telonería, diseñó la maquinaria escénica, así como el mecanismo que eleva la platea para emparejarla al escenario durante ciertos eventos: «Este constituye una pieza museable de excepcional valor por su exclusividad y excelente estado de conservación», explica el historiador Daneris Fernández, testigo de su rehabilitación durante la restauración actual.
Gracias a las gestiones del gran mecenas que fue el doctor Sauto, se compraron en el extranjero lunetas, lámparas, lucernas, faroles, espejos, mármoles, porcelanas, muchos de los cuales aún se conservan. Si en el siglo XIX Jacobo de la Pezuela lo alababa como «el segundo en buen gusto, el tercero en riqueza arquitectónica y el cuarto en extensión y riqueza de obra» en los dominios hispanos, en el XXI el Conservador de la Ciudad, Leonel Pérez Orozco, se enorgullece de que «el teatro conserva un 93% de originalidad, por lo que merecería protección como Patrimonio de la Humanidad».
Como indica la fecha en el arco sobre su puerta principal, la inauguración del coliseo estaba prevista para 1862, pero no tuvo lugar hasta el 6 de abril del año siguiente. Fue bautizado originalmente como Esteban en honor al gobernador local, hasta que en 1899 los nuevos aires de la Independencia cambiaron su nombre por el de su bienhechor y administrador: el doctor Sauto, cuyos restos mortales hoy descansan en ese, su edificio.
Una por una, todas las generaciones de matanceros acudieron al teatro o, al menos, descansaron un momento en su parque. Una por una, todas las generaciones de artistas han esperado pisar ese escenario, donde han cosechado aplausos Sarah Bernhardt, Anna Pávlova, Alicia Alonso, Jacinto Benavente, José White, Teresa Carreño, Antonio Gades, Andrés Segovia, María Guerrero, Brindis de Salas, todos los grandes… Cuenta una de sus tradiciones que quien debuta en su escena se consagra: de esa «puerta mágica del Sauto», como la llama la coreógrafa Lizt Alfonso, pudieran dar fe el pianista Ernesto Lecuona o el declamador Luis Carbonell, quien ofreció allí su primera presentación en Cuba.
Leyendas nunca faltan en sitios como este. Una está relacionada con la cimentación del edificio, cuya parte posterior se alzó sobre pilotes en terreno cenagoso, de donde nació el mito de un río subterráneo que corre bajo el teatro confiriéndole su acústica.
Igual de popular es la historia que vincula al teatro con las cuevas de Bellamar. Esta parte de un hecho real: en 1860 fue contratada la cal para la argamasa que une los cantos del edificio a Manuel Santos Parga. Ese material era extraído y calcinado en la cercana finca La Alcancía y en ese proceso se produjo el evento que conllevó a descubrir la hermosísima cavidad. El operario chino que por azar abrió el acceso a la espelunca, suele ser visto en algunas funciones, o al menos eso aseguran aquellos que creen en fantasmas, quienes también hablan de bailarinas ya idas o sonar de campanillas, aunque las personas que han vivido allí (literalmente) no han percibido ninguna de esas entidades.
De cualquier modo, hay en él una dimensión viviente que se teje y desteje con los hilos de la existencia. El Sauto encierra historias rutinarias o excepcionales que componen parte de su patrimonio intangible. Sus salones han servido de cine y cobijado bailes, banquetes, eventos sociales, espectáculos deportivos (esgrima, tenis, boxeo, patinaje y hasta una partida del gran ajedrecista José R. Capablanca). Alma mater o iyá matancera, ha sido sede de compañías diversas, academias de arte, oficinas y hasta una logia. Allí radicó en 1959 el primer museo creado por la Revolución.
Identificado como principal símbolo de identidad para los matanceros, en él habitan seis teatros diferentes según el poeta Rolando Estévez: «El primero es aquel que brota en nuestra memoria cuando estamos lejos de la ciudad; otro (…) es el que miramos desde fuera, dueño de una belleza presente en cada estación de nuestra vida». El tercer Sauto es el que recorremos antes de la función; cuando esta comienza nace el cuarto y luego sobreviene, triste, el quinto, abandonado por músicos y actores. El sexto es el edificio de tablas y horcones con inscripciones antiquísimas y retazos de programas, de caminos secretos por la tramoya o sobre la embocadura: «el delirio de otro teatro».
El uso continuo ha exigido varias restauraciones, la más reciente de las cuales toca a su fin. Enormes o pequeños, pero siempre singulares, son los elementos rehabilitados, construidos e incluso descubiertos durante este proceso que buscó respetar las exigencias de un edificio teatral de tal historicidad: las lunetas, el empapelado de los palcos, el telón de presentación, los marcos dorados en pan de oro, un cuadro de Servando Cabrera, la gran lámpara de 10 000 cristales que perteneció al casino del Hotel Nacional, a la que hoy se suma otra procedente del Gran Teatro de La Habana.
Sauto reabre sus puertas en 2019 enriquecido con hallazgos arqueológicos como evidencias aborígenes que hacen suponer que se alza sobre el cacicazgo de Yucayo, citado por los cronistas. Estos y otros descubrimientos pueden ser conocidos a partir de su concepción como teatro-museo, donde cada sección, del sótano al ático, exhibe elementos históricos. En especial, sus ricos fondos pueden ser consultados en el Centro de Documentación Cecilia Sodis, anexo a la oficina del historiador del teatro, el Salón de la Fama, o compartidos en su sala de video y conferencias.
Además, se renovaron sus sistemas técnicos, de servicios, y se estructuró su nueva identidad visual, señalizaciones y facilidades para minusválidos que facilitan el disfrute tanto de su sala principal para 800 espectadores (distribuidos en platea y cuatro niveles de balcones), como del Salón de los Espejos, reservado para 150 personas en espectáculos de menor formato, o simplemente durante visitas guiadas, desglosa para Excelencias su director, Kalec Acosta Hurtado. El teatro cuenta además con un elegante salón de protocolo y laboratorios de conservación y para restauración de papel.
Dícese que el pintor y muralista mexicano Diego Rivera sentenció una vez: «Reconozco a Matanzas por el Sauto». De ser así, su fina percepción de artista lo hizo identificar enseguida el símbolo elegido por el corazón de la urbe. No se ha podido verificar tal historia pero, como quizá diría Dall’Aglio, si non è vera, e ben trovata. En buen castellano: es tan justo que merece ser cierto.
Bien lo saben los hijos de la ciudad que ven en él su más hermoso edificio. Por eso, cuando muy pronto vuelvan a encenderse sus faroles avisando que hay función, no podremos menos que desearle una larga vida con aquellas palabras del poeta uruguayo Mario Benedetti: «Al teatro Sauto, los mejores ojalás».