LA VIDA BAYAMESA de Ambrosio Fornet
El cielo y el mar, una bella pareja vestida de azul, trasmiten ensueños desde su cercanía al apartamento
habanero donde reside Ambrosio Fornet, un nombre heredado del abuelo y que él jamás reencontró en otro ser humano. Ambrosio vive en un amplio espacio donde anidan los recuerdos formados durante sus 80 años, los 17 primeros de ellos vividos en Bayamo, una ciudad histórica del oriente cubano donde
sintió momentos felices que luego, envueltos en palabras, transformó en narraciones, ensayos, críticas literarias y guiones de cine.
Una mañana de julio, mientras la azulosa pareja juguetea a sus pies, Ambrosio –a quien desde pequeño llaman “Pocho”, sin saber por qué –retorna en un ejercicio de memoria a aquellos siete primeros años de su existencia en Veguitas, uno de los cinco barrios de un Bayamo que entonces era un municipio y que este hombre modesto, culto, de voz muy baja y andar ligero identifica como “terruño” o “Patria”.
Fornet es uno de los cinco hijos de un matrimonio veguitero. Ahora considera un privilegio ser asmático. La inasistencia a la escuela era suplida por su madre con libros asombrosos. Lo que comenzó como entretenimiento se convirtió en pasión. En esos años se leyó los 20 tomos, que aún conserva,
de la Enciclopedia del Tesoro de la Juventud.
Ambrosio no acostumbra detenerse en el pasado. Pero este día de julio aceptó la invitación de Excelencias a recorrer los sitios más queridos de su infancia y juventud. Recuerda la felicidad de vivir con su abuela materna en Veguitas, entre los olores deliciosos de un patio donde bailaban las
cerezas, ciruelas y grosellas, y que, para su placer, estaba en las inmediaciones del río llamado Buey.
Sin embargo, aquellas maravillas se perdieron cuando el padre, que era tenedor de libros, fue nombrado Contador del Ayuntamiento de Bayamo, en 1939, por un “efímero alcalde municipal”- así nombra a aquel sujeto que le robó parte de su infancia en Veguitas.
El pequeño apenas tenía siete años. En Bayamo estudió la primaria y el Bachillerato en la Escuela Bautista y con esa formación trabajó primero como maestro de la Academia propiedad de Aida Ramírez y después en la sucursal del Banco Núñez, donde llegó a desempeñarse como sub-contador,
en una extraña jugarreta existencial. El, destinado a las letras, se movía entre números. Sólo escribía entonces la correspondencia, por cuenta del Administrador, con la clientela y con la Oficina Central del Banco.
Para Ambrosio su primer hogar citadino resultó un sitio muy curioso llamado Los Bajos de la Mendoza, un conjunto formado por dos apartamentos, de un lado, y varias habitaciones independientes, del otro. Lo llamativo de aquella arquitectura era que estaba bajo el nivel de la calle y debían acceder
por escalones de piedra. Así se llegaba a un balcón corrido, situado en lo más alto de una barranca que descendía, a su vez, hacia la vega de un río. En su paso por Los Bajos de la Mendoza conoció a un muchacho algo mayor que él, hijo de sus vecinos cercanos, la familia del ingeniero Callejas. Aquel chico tenía una escopetica de balines y su diversión consistía en disparar a la cabeza de cuanta jicotea
asomara entre las aguas del río. Esperaba durante horas en aquel balcón. Para Ambrosio fue una experiencia tremenda verlo “asesinar” literalmente a las inofensivas jicoteas. Ya mayorcito, el río devino diversión con los amigos cuando se daban un chapuzón o pescaban biajacas.
Los Fornet se mudaron en otras cuatro ocasiones en Bayamo. A principios de los años 40 a una casa corriente de la calle Máximo Gómez, que solo se distinguía por la cercanía a donde vivía una señora vendedora de típicas muestras de la repostería local, como rosquitas, roscablandas y coquitos acaramelados, y porque podían utilizar un solar vacío y cerrado, situado a mitad de cuadra del Callejón, sombreado por una guásima, que le servía a Ambrosio para criar gallitos de pelea, acá conocidos
como quírquiris. Uno de sus gallos, llamado Picolino, ganó media docena de peleas antes de que un picotazo lo dejara tuerto.
Esa fue su retirada. Luego vivieron en la calle Martí –cerca del Centro Escolar José Antonio Saco--, y ya
en 1952 en una casa de altos, casi al final de la calle General García, donde escucharon los disparos del ataque al cuartel Carlos Manuel de Céspedes, el 26 de julio de 1953. Su última vivienda, en 1954, estaba en el recién estrenado Reparto Nuevo Bayamo, en las afueras de la ciudad. Él amaba entonces a una muchacha bayamesa, Silvia Gil, su esposa hasta hoy, con quien tuvo dos hijos, Pablo y Carlos, nacidos también en la heroica ciudad cuyos habitantes prefirieron incendiarla antes de que fuera tomada por los colonialistas españoles en el siglo XIX.
Pero el joven que escribió su primer cuento a los 21 años, debió abandonar aquella ciudad debido a situaciones políticas en que se vio involucrado. La decisión tomada en 1955 era la única posibilidad de
salvar la vida. Viajó a México en su primer encuentro con el exterior, y a Nueva York dos años después. Fue un paréntesis en Estados Unidos para trasladarse a España. Cuando estaba en Madrid se casó por poder con Silvia.
En la Universidad de Madrid, el joven terminó un curso de Cultura Hispánica, y en septiembre de 1959 regresó con su mujer a Cuba, triunfante ya la Revolución. Aunque reside en La Habana, Ambrosio
siente que sus raíces están sembradas en Bayamo, como cubano y como parte de su ciudadanía. Ama su simbología patriótica y sus figuras legendarias como Carlos Manuel de Céspedes, el jefe de la primera guerra de independencia, y Francisco Vicente Aguilera, por quien siente especial devoción.
Por su música, -La Bayamesa, de Céspedes y Fornaris es su favorita- trovadores, leyendas de amor, serenatas, palomares, la historia local narrada de una a otra generación, sus ríos y sus aguas. Quizás las mismas que, muy próximas, le acompañan ahora en su apartamento para impedir que olvide sus
memorias.