Nuevos hoteles de la ciudad jardín de Miramar
Las familias más prósperas de la antigua villa de San Cristóbal de La Habana se alejaron pronto de la zona portuaria y de sus cargaderos y esclavos, hace tal vez cuatro siglos, y se encaramaron en el piso inmediato superior de sus regias viviendas, sobre sus almacenes de tabaco en rama y azúcares en cajas. Lentamente fueron distanciándose de La Habana Vieja, y en otro par de centurias a partir del siglo XIX o un poco antes, se establecieron con sus admirables palacios grecorromanos en las alturas del Cerro. Muchas de estas residencias se han conservado asombrosamente, sobre todo a lo largo de la Calzada Real, y son hoy las viviendas múltiples de gente mucho más modesta.
El histórico alejamiento tradicional de las familias adineradas siguió hacia el Carmelo y otras zonas litorales del bajo Vedado, que luego se selló a comienzos del expansivo siglo XX, con nuevas casas elegantes y amplias.
No mucho después estos abolengados apellidos hicieron las maletas y cruzaron el río Almendares, casi por su desembocadura. Se asentaron todavía más lejos en inmuebles más encumbrados y grandes, jardines bien cuidados por criados gallegos especialmente importados y arboledas que se han convertido en coposos adornos naturales de la zona, que era llamada Miramar.
La manía escapista de los más distinguidos los llevó más lejos, hasta los confines occidentales de la ciudad, en donde terminan sus calles. La gran urbanización de Miramar, que nació con el siglo, trazó una bellísima y muy larga Quinta Avenida. Este ordinal recordaba a su homónima en New York, ciudad que dio nombre también a la calle 42 y a otras vías locales de nostalgia nórdica. Se levantaron varias iglesias de lujo para este reparto no muy abundante de población, donde era hasta difícil codearse con el vecino. Uno de los hombres más ricos de Cuba levantó la torre del reloj de Pote -antes de que se suicidara en la crisis del año 20-, adorno que da la hora aún y embellece la doblevía en este barrio poblado en sus inicios de residencias aristocráticas y por magnates de opulencia relámpago.
En tanto, los jardines crecían y, en 1959 la barriada recibió a la columna guerrillera revolucionaria con Fidel a la cabeza.
No pocas de las poderosas familias de siempre no tardaron mucho en volver a alejarse de la gente común, pero esta vez se decidieron a brincar el charco y asentarse en la Florida, en los Estados Unidos (en Mayami-fla, como se decía). El gran Miramar recibió a becarios pobres de toda Cuba y años más tarde, con el regreso de la inversión extranjera, se remozó la zona y algunos comenzaron a llamar a Miramar la ciudad-jardín. Se repobló de oficinas de firmas foráneas, bancos y diplomáticos, y hasta el famoso Monte Barreto, sitio de fantasmas con faroles mortecinos, se abrió al desarrollo.
Un espectacular centro de negocios y hoteles, empezando por el Comodoro, que de club privado se transformó en alojamiento para turistas. Pronto emergió uno de los hoteles más amplios y de arquitectura más bonita, el Meliá Habana. Más allá se levantaron el alto Panorama, el Miramar que se hizo a la vera de la Quinta Avenida, y los más pequeños Tritón-Neptuno, Copacabana, Chateaux, y Bella Costa, más varios edificios modernos y espaciosos para oficinas y centros comerciales. Hoy nadie recuerda al Monte Barreto y a sus espíritus, pero no son pocos los que se bañan en la playita rocosa de la calle 70 y toman la brisa marina, muy cerca del sorprendente Acuario Nacional que, dentro de la ciudad-jardín, se llena de nuevos niños y familias.