En la confluencia de las calzadas habaneras de Reina y Belascoaín, un populoso entronque vial del municipio urbano de Centro Habana, se esboza un buen ejemplo de concor dia con un parque dedicado a Carlos Marx y a su célebre frase de ¡Proletarios de todos los países, uníos!; en el entorno, un alto edificio que es el Gran Templo Nacional Masónico con la gran bola del mundo y sus emblemas de la escuadra y el compás, y también la bellísima iglesia católica del Sagrado Corazón que, con su gran aguja neogótica, es uno de los templos más trabajados artísticamente.

Todo esto en la misma esquina, donde se dice sopla siempre la brisa del mar cercano. Hacia adentro en este concurrido cuadrante de La Habana se localiza el visitado Barrio Chino de La Habana, que no tiene más misterio que la excelente comida ítala de varios restaurantes trabajados por habilidosos chefs chinos, si como se afirma en el mundo que cada barriada de ascendencia cantonesa presume de enigmática, para atraer comensales. Pudiera ser que algún visitante encontrara indescifrable por qué estos singulares comedores ofertan también comida china que no lo es, cual el famoso arroz frito o el chopsuey de vegetales con carnes, cuando a ambos platos, y a otros, no se le reconoce procedencia de la culinaria china asiática.

Habría que remontarse a la historia casi bicentenaria de la colonia china de Cuba, que se originó a mediados del siglo XIX con la llegada de los coolíes, contratados para trabajar por míseros estipendios que jamás le sirvieron para manumitirse de la virtual esclavitud para la que se les trajo engañados. La guerra de los cubanos por su independencia de España enroló a muchos, convertidos en magníficos guerreros, de gran fidelidad a Cuba.

En un pequeño parque triangular de la esquina de Línea y L, en el moderno Vedado, se levanta una columna estriada y pulida en negro granito, erigida en homenaje a aquellos chinos libertadores. Se dice allí mucho y bien de aquellos audaces sai-kwey o diablejos, como les decían sus compatriotas que les admiraban en el combate: «¡No hubo un chino cubano desertor; no hubo un chino cubano traidor!» Algunos chinos o su descendencia cubana de ojos oblicuos y pelo negrísimo, se establecieron en esta misma parte central de la ciudad, con sus pequeñas fondas y tiendas, muy cerca de la Zanja Real, primitivo acueducto de la villa de La Habana de donde tomaban agua para sus huertas, justo establecidas por donde se sembró el primer árbol de mango en Cuba, en la hoy nombrada calle Salud y del cual se lograron sus primeros cinco frutos, que se vendieron en La Habana antigua, al menos dos de ellos, a una onza de oro cada uno.

En lo que pronto sería el enigmático Barrio Chino, que las autoridades impidieron significar con motivos arquitectónicos propiamente chinos, empezó a verse al recién llegado chino californiano, viajero frustrado de la fiebre de oro de ese estado del oeste norteamericano, que se hicieron de algún dinero allí y que al menos algunos trajeron a Cuba, que invirtieron en el comercio y los restaurantes de nombres asiáticos y platos oriundos, no de la China sino de San Francisco de California, como los apetecidos arroz frito y chop suey de vegetales con pollo, cerdo y buey, de los actuales restaurantes de comida china e italiana de esa zona de La Habana. El propio Cuchillo de Zanja, un tramo de calle invadido de fondas y comercios, y exponente de esa singular cultura culinaria de muchas más opciones de sorprendente exquisitez, se abarrota de público en busca de las gustadas frituritas chinas o de la propia comida originariamente cantonesa, nacionalizada en California y completada con la sazón criolla habanera.

Muy cerca de allí, casi en el propio Barrio Chino, se puede encontrar la iglesia católica habanera dedicada a Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba. Allí, entre varios venerados santos puede hallarse una virgen María con caracteres chinos en su rostro, especialmente llegada de la China asiática hace largos años y dedicada a los creyentes de la propia vecindad. También en Centro Habana, algo más lejos, suena el Callejón de Hamel, un tramo tortuoso de calle asfaltada, que siglos atrás fue lo que dejó un serpenteante camino real de tierra. Hoy se distingue por el retumbar de rumbas criollas, toques de congas callejeras y sede original del feeling romántico cubano, en medio de una calle donde la creación artística popular se ha salido de sus moldes.