La angosta callejuela de los Oficios, tan vieja como La Habana, lleva directamente desde la Plaza de Armas a la de San Francisco, esta paradójicamente más antigua porque desde el principio se formó como la del atraque portuario de galeones y balandros. En este paso callejero se halla el depósito de autos de principios del siglo XX, que por su interés hace que muchos visitantes los fotografíen. En el adyacente callejón de Jústiz, pernoctó en secreto Giuseppe Garibaldi al viajar de incógnito a la ciudad, en la medianía de la centuria anterior. Pero por Oficios se encuentra también la Casa de los Árabes, único museo en Cuba con sala de plegarias musulmana.

Entra la calle a la explanada de San Francisco por el costado del imponente edificio de la Lonja del Comercio, de 1908, completamente remozado y modernizado en una operación inmobiliaria que coincidió con el actual arribo de la inversión extranjera a Cuba. En este ángulo se levanta un espigado y ornamentado cruceiro gallego contemporáneo, que bien podría fecharse centurias atrás en esta plaza portuaria típicamente española, hoy invadida por cientos de turistas de vacaciones en el Caribe y que arriban a La Habana en alguno de los enormes buques buques turísticos que atracan en la cercana Terminal de San Francisco.

El pavimiento de adoquines de granito importado se cubre también de palomas que comen de la mano y se llena de vistosos coches tirados por caballos, que se alquilan para un paseo por la ciudad. Desde la acera frontal de la muy antigua Basílica Menor de San Francisco de Asís, que da nombre a la plaza, se acerca un anciano amable, barbado y de capote sobre los hombros, que suele caminar por estos vericuetos habaneros desde principios de último siglo. Es el noble Caballero de París, entrañable figura que la ciudad perpetuó en bronce y del que casi todo el mundo acaricia su familiar chivito, tal vez para provocarle un terno que este emigrado español, vivo en nuestro recuerdo, será incapaz de expresar. Precisamente junto a su inmóvil figura quijotesca está la gran entrada a la nave central de la Basílica Menor, hoy concurrida sala de conciertos. Bajo su pavimento permanecen los huesos del bizarro Luis de Velasco, héroe de la defensa del Castillo del Morro frente al asalto de los ingleses, y de otros defensores y dignidades de La Habana colonial.

En el vestíbulo de esta vetusta iglesia católica que los invasores británicos convirtieron a su rito anglicano, están a la vista varias centenarias sepulturas abiertas y, encima, la elevada torre de la vieja iglesia, considerada una de las más altas de la época colonial. A ella se acercan curiosos sabedores de la leyenda de que, en lo alto, suele aparecer la fantasmagórica silueta del campanero en pena que muchos años atrás cayó desde esa altura, abatido porque le había tocado tañer las campanas a duelo por el fallecimiento por amor, de su amada.

Los sólidos columnajes y claustros del inmediato Convento de San Francisco de Asís, con sus recintos también centenarios cargados de reliquias y obras de arte religioso antiguo, sirven de preámbulo a una magnífica creación. Se trata de la escultura, a tamaño natural, de la Madre Teresa de Calcuta, que espera paciente la llamada de algún necesitado. Más allá, la moderna e inmediata Catedral Ortodoxa levantada al estilo bizantino.

A la vuelta de la plaza de San Francisco se mantiene la brotante Fuente de los Leones, que abastecía de agua a los veleros de travesía que hacían justo aquí su atraque mediterráneo. Esta fuente recuerda, vaya a saber, el Patio de los Leones de la Granada musulmana y conquistada por los Reyes Católicos, con su pretenciosa fuente de azogue. Un poco más allá del Café de Oriente y de la hoy escasa pero suficiente vista de la bahía, el jardín dedicado por La Habana a Lady D, y en sentido contrario, también enlazado al ambiente de San Francisco y la Avenida del Puerto, el visitado Museo del Ron, de Havana Club, con sus barricas de roble hinchadas de licor y maestría, su central azucarero en miniatura y su aroma de buen ron cubano.

El único hombre de la cripta de Santa Clara de Asís Basta proseguir unos pasos por Oficios, desde la Plaza de San Francisco, para hallarse de frente, en plena calle, con el lujoso vagón ferroviario presidencial de principios del siglo XX. Más adelante está la casona habanera dedicada a Alejandro de Humboldt, pues se dice que allí montó sus instrumentos de trabajo el reconocido como Segundo Descubridor de Cuba, durante su breve visita a la Isla en 1801.

Calle Muralla arriba es inmediata la amplitud multicentenaria de la Plaza Vieja, todavía rodeada de algunos edificios del siglo XVII y del mayor inmueble habanero de estilo Art Nouveau, y con su bella fuente construida en mármol blanco. La actual pulcritud de la plaza es bien distinta a la de los siglos que siguieron a su fundación en 1559, cuando la villa primitiva tuvo hacia acá un primer ensanche, sitio de un mercado público, y que sirvió a las proclamaciones reales, casi medievales.

Si se sigue por la estrecha calle de la Muralla (llamada así porque termina en los viejos muros defensivos de la villa), en minutos se llega hasta el enorme Convento de Santa Clara de Asís, fundado en 1644 y que durante su construcción dejó encerrados paredones, aceras, callejuelas y viviendas originales del siglo XVII. El edificio se mantiene con sus claustros originales, sus patios seculares de vegetación arbórea, que esconde los baños con aguas de un ramal del viejo acueducto de la villa (la llamada Zanja Real), donde se aseaban las más de cien monjas enclaustradas, y sus sirvientes esclavas. El espacioso local de la capilla y la robusta torre se hallan en pie, al igual que la cripta funeraria donde están los restos de ese único hombre al que le fue permitido entrar al recinto religioso: el casi olvidado carpintero Juan de Salas y Argüello, que para más grabó su nombre en el maderamen del techo de la iglesia, siglos atrás.