A pesar de su acentuada figura juvenil, Lizandra Carvajal, historiadora de poco más de 25 años, deleita con sus conocimientos a quienes acompañan sus explicaciones sobre la rica colección que posee el Museo Napoleónico, ubicado a pocos pasos de la Universidad de La Habana. 

Parece una niña, le comentó Sonia algo escéptica a su esposo, cuando vio a la pequeña muchacha de poco más de 25 años que les serviría de guía. Estaban por vez primera en el Museo Napoleónico, ansiosos por conocer los secretos de una de las figuras más apasionantes y enigmáticas de la historia universal.

Desde 1961, el museo tiene su sede en el palacio La Dolce Dimora, antigua residencia del político italo-cubano Orestes Ferrara, y fue proyectado por los prestigiosos arquitectos Evelio Govantes y Félix Cavarrocas. En 2011, después de una restauración capital, reabrió sus puertas con la presencia de Alix de Foresta, Princesa Napoleón, viuda de Luis Marie Bonaparte, príncipe Napoleón y descendiente del rey Jeròme, el hermano menor de Bonaparte. 

Lizandra llegó al museo un año después, pero hoy parece como si siempre hubiera vivido allí. La manera de disfrutar los sucesos que le narra a los visitantes me hace imaginarla junto al nacido en la Isla de Córcega en la etapa floreciente, durante el Consulado, en el Imperio y ya en su proceso de declive.

La excelente colección de cerca de 7 000 piezas, revive ante cada explicación de Lizandra. El esposo de Sonia pasa por alto un catalejo que se exhibe en una de las vitrinas, pero la historiadora le dice que perteneció a Napoleón y que cada tarde lo usaba en su destierro en Santa Helena. Entonces es imposible no imaginar al Emperador de los franceses (1804-1815) y Rey de Italia en sus últimos días, observando a los soldados ingleses que lo vigilaban por toda la isla. Cada pieza tiene una historia, no se puede pasar por alto un bouquet seco de siemprevivas que se muestra junto a otros objetos que pertenecieron al corso. Ella cuenta que esas eran las flores que Napoleón sembraba en el jardín de su morada en Santa Helena, en la etapa final de su vida, pues su médico así se lo había orientado para calmarle el sufrimiento.

Todas estas piezas llegaron a Cuba en el siglo XX, la mayoría pertenecían al magnate azucarero Julio Lobo, quien tenía una identificación intelectual con Napoleón.  Admiraba en él al hombre de orden, al trabajador infatigable, al ser que había estabilizado Francia y Europa después de las convulsiones de la Revolución. Muchos estudiosos establecen un paralelismo entre Lobo y Napoleón y relacionan su fascinación con el hecho de que el cubano también forjó su imperio: el del azúcar. Pero esta característica no es privativa de Lobo, le aclara a los visitantes la joven historiadora, ese era el tiempo del auge del coleccionismo en Cuba y muchas de las grandes familias de la burguesía trataban de legitimarse y emparentarse con Europa a través de la adquisición de piezas relacionadas con ese pasado heroico que se quería mitificar. El coleccionismo de piezas napoleónicas es la última transmutación que ha sufrido la leyenda ya en la contemporaneidad para mantener viva la imagen de Napoleón.

A la familia le llama la atención cómo Lizandra conoce tanto de esa época: los detalles, la precisión con las fechas, su manera de narrar cada acontecimiento. Sonia le pregunta dónde ha aprendido tanto, entonces la muchacha los convida a subir por unas escaleras de madera hasta el sitio que prefiere en el museo: la biblioteca.

˝Como joven e historiadora esta es una parte del museo que disfruto mucho –confiesa– me atrevería a decir que aquí se encuentran uno de los fondos documentales más importantes que posee el país dedicado al estudio de la Francia napoleónica y revolucionaria. Es una colección preciosa, muchos de los libros son primeras ediciones, que nos permiten un acercamiento directo a la historia de esa nación y alejan el mito de que no se puede estudiar debido a la lejanía geográfica˝.

Pero, no son solo los libros. A Lizandra le apasionan todas las piezas porque ella se ha percatado que son el testimonio directo de una época. Por eso hace cada recorrido con tanto gusto, para que el visitante sea testigo consciente de que en Cuba se atesora un momento significativo de la historia de la humanidad. ˝Hemos invertido un poco la pirámide –comenta– no son solo los países desarrollados los que tienen parte de nuestra producción cultural. Nosotros también somos partícipes de este interés mundial por la protección del patrimonio, sobre todo con una etapa que tiene una trascendencia universal.

Durante 45 minutos Sonia y su familia reviven la leyenda napoleónica y al final del recorrido me confiesan su fascinación por lo bien conservadas que están las piezas y el inmueble. Según el personal del museo, los visitantes cubanos y foráneos siempre quedan admirados de que una isla del Tercer Mundo posea una colección tan diversa, compleja y completa. En ella están representadas las diferentes manifestaciones de la producción cultural de la época. Además, esta institución, perteneciente a la Oficina del Historiador de La Habana, atesora una de las colecciones más distinguidas fuera de Francia, única de su tipo en América. De esta manera la nación caribeña se enlaza con toda una serie de sitios que tratan de mantener viva la memoria napoleónica y de continuar con ese proceso de mitificación que viene desde el XIX, pasa por el siglo XX y perdura aún en nuestros días. 