Ernest Hemingway en La Habana
Ernest Hemingway supo que le habían otorgado el Premio Nobel de Literatura el 28 de octubre de 1954, mediante un telegrama enviado desde Estocolmo, Suecia.
El envejecido trozo de papel, escrito a máquina, figura entre los documentos que se exhiben por estos días en el cuarto del Hotel Ambos Mundos que el escritor convirtió en su sitio de trabajo en La Habana, durante la década de 1930.
El texto le comunica la distinción de la Academia Sueca “atendiendo a su estilo lleno de vigor” y le ruega confirme su aceptación y disposición a viajar a Estocolmo para recibir el premio de manos de su majestad el Rey.
Hemingway no pudo asistir. Las dolorosas secuelas de dos accidentes de aviación consecutivos en África y su delicado estado de salud le impidieron viajar. Recibió el título y la medalla acreditativa en la Embajada sueca de La Habana.
La habitación 511 del quinto piso de la esquina nordeste se ha convertido en una de las paradas obligatorias de una legión de admiradores del autor de El viejo y el mar, que recorren La Habana tras sus pasos.
El propio Hemingway describió que “sus ventanas daban a la catedral, y a la entrada del puerto y al mar por el norte, y daban por levante a la península de Casablanca y a los tejados de las casas que se extienden hasta el puerto y a todo lo ancho de él”.
Hoy el cuarto se conserva tal como la habitó el escritor. La muestra, a 60 años del Premio Nobel, recoge el famoso aviso de la Academia, recortes de periódicos de diversos países con la noticia y comentarios, así como ediciones en distintos idiomas de El viejo y el mar, la novela que lo consagró como uno de los mejores narradores norteamericanos del siglo XX.
Los documentos se exhiben gracias a la colaboración con el Museo Hemingway de Finca Vigía, la casa quinta de San Francisco de Paula, a donde se mudó en 1939, según nos explicó la museóloga del hotel Esperanza García Fernández.
En la actualidad, el lobby ambientado con testimonios gráficos del paso de Hemingway por el hotel y otros lugares de La Habana, recibe continuas oleadas de visitantes, ávidos de descubrir sus huellas.
Su primer contacto con la Isla ocurrió en 1928, durante una escala del vapor inglés Orita rumbo a Cayo Hueso, a donde iba con su segunda esposa, Pauline Pfeiffer, quien esperaba su primer hijo.
Tenía 29 años, había sentido en carne propia los rigores de la primera guerra mundial y se proponía terminar su novela Adiós a las armas, pero alcanzó a dar un paseo en auto por el Malecón. Hoy se ven compatriotas suyos,−entre los pocos que Washington autoriza−, viajar a Cuba, paseando a bordo de bien conservados autos norteamericanos de las décadas de 1940 y 1950 por los mismos caminos que recorrió Hemingway.
El itinerario incluye el bar-restaurante Floridita, donde degustaba su famoso coctel llamado Daiquirí, preparado con una receta propia, mientras leía los diarios o charlaba con otros famosos que acudían al lugar o simples amigos. Hoy el principal foco de atención es la estatua del escultor José Villa Soberón, en el rincón acostumbrado del escritor, con el que todos se toman una foto del histórico encuentro.
Sigue una estancia en La Bodeguita del Medio, a pocos pasos de la Catedral. Allí quedó grabada una inscripción en la que declara: My mojito in La Bodeguita. My daiquirí in El Floridita. Nadie quiere irse sin saborear el suyo.
El viaje a Finca Vigía es un poco más largo, unos 20 minutos por la vieja Carretera Central, rumbo al sureste. Una valla a la entrada de San Francisco de Paula indica la entrada a la casa-quinta poblada de árboles frutales y rosales, donde Hemingway vivió hasta el 25 de julio de 1960.
Es una visita imprescindible a un lugar donde –a pesar del paso del tiempo− todavía se percibe la impronta del escritor que la convirtió en su privilegiado refugio para trabajar. “Me mudé de Key West para acá en 1938 y alquilé esta finca y la compré finalmente, cuando se publicó Por quién doblan las campanas…” escribió a Earl Wilson, en 1952, al que aconsejaba aguardara la salida de El viejo y el mar para que viera el resultado de su trabajo en los últimos cinco años en aquel sitio, cuyas cualidades se reservaba como “un secreto profesional”.
Aquí se conservan sus muebles, trofeos de caza, libros, objetos personales, todo lo que acompañó su rutina diaria a lo largo de sus dos décadas más maduras y fecundas. Sus habitaciones privadas, el cuarto de trabajo, el baño con la pesa y la pared donde anotaba con lápiz, en columnas, su peso corporal y la fecha. Sorprendente: en una anotación de 1955, deja constancia de 242 libras. En la última, del 24 de julio de 1960, 190 ½ libras. Una evidencia del deterioro físico y espiritual provocado por varias dolencias.
La piscina donde solía nadar está vacía, y en un espacio cercano se conserva el yate Pilar, con el que navegó en la Corriente del Golfo, a la que consideraba el mejor sitio para la fascinante pesca del pez espada o aguja.
La directora del Museo, licenciada Ada Rosa Alfonso Rosales, puede explicar innumerables detalles, gracias al estudio pormenorizado de cada dato, fecha, nombre, cita, que guarda en su memoria, resultado de una dedicación absoluta. Pero si por alguna razón requiere ayuda, no duda en consultar a sus especialistas, entre ellos la subdirectora Isabel Ferreiro, otra profesional consagrada a salvar la herencia hemingwaiana.
El día de nuestra más reciente visita, todos en el Museo se alistaban para el comienzo −al día siguiente− de la filmación de la película estadounidense Papa, un nuevo acercamiento al escritor, basado en un guión rescatado del olvido, escrito por uno de sus íntimos amigos.
Con certeza una visita es insuficiente para abarcar todo lo que está a la vista, pero deja un recuerdo imborrable, una extraña sensación de que uno llegó a conocer a Hemingway.
Algo parecido experimenta quien se dirige a Cojímar, el poblado costero del este habanero, de donde salía a bordo del Pilar, junto a su inseparable patrón, el viejo Gregorio, en sus jornadas de pesca. Allí, a pocos metros del mar y del torreón que protege la desembocadura del río que da nombre a la localidad, una modesta glorieta protege el busto en bronce que decidieron erigir sus amigos pescadores, con sus propios recursos, pocas horas después de recibir la noticia de su trágica muerte.
A unos 300 metros, en la calle principal, se encuentra el restaurante Las Terrazas, otro de sus paradores. Alejandro Almira, administrador del centro gastronómico, relata entusiasmado que unos 100 visitantes foráneos vienen a comer, con la vista puesta en el mar y el río donde fondean barcos pesqueros.
Ellos intentan descubrir el poder seductor que ejerció en Hemingway esa escondida villa marina, soleada y fresca, que lo hizo proclamarse ciudadano de Cojímar hace 60 años, cuando le otorgaron su merecido Premio Nobel de Literatura.