- Escrito con maestría
He conocido a personas que nunca escribieron poesía y no saben que son poetas naturales, pues piensan y hablan en imágenes artísticas. También he conocido a quienes se consideran a sí mismos poetas y, sin embargo, alegan que no les va bien la redacción y se muestran incapaces de estructurar una prosa diáfana, sin detenerse a analizar que la jactancia les impide dilucidar que su prosa no es coherente porque tampoco lo es su poesía.
La buena poesía, más allá del estilo y la corriente literaria, está constituida por una distribución ordenada del pensamiento y por una pericia intrínseca para la expresión de ideas.
Agustín Labrada es un magnífico poeta y, como todos los buenos poetas, tiene también una prosa elegante y vigorosa, como lo ha demostrado a lo largo de toda su obra, en la que ha alternado la poesía con la prosa de ficción, la crítica literaria y el periodismo cultural.
Bajo el título Teje sus voces la memoria, de la editorial Dante, Agustín Labrada corre el riesgo de introducirse con un conjunto de ensayos en un terreno movedizo, un terreno versátil en la historia, en la geografía y en la literatura, en fin, un terreno culturalmente inconstante que debe su condición a la tendencia de identificar la creación artística con el espacio físico equivalente a las denominaciones político-administrativas mexicanas.
El autor está consciente de ese riesgo, y, para no renunciar a su empresa de estudiar el devenir literario del estado de Quintana Roo, antes y después de su constitución, acude entonces a un recurso frecuente e igualmente confuso: denominar a estas tierras «Caribe mexicano». El estado de Quintana Roo tiene costas al mar Caribe; ocurre sin embargo que lo caribeño es un concepto más cultural que geográfico, y en ese sentido las tradiciones culturales de las poblaciones asentadas en estas tierras son más cercanas a lo centroamericano que a lo caribeño.
La historia del estado de Quintana Roo es muy joven y también lo es su literatura, aun cuando se parte del principio de que tal relación es convencional, pues no puede existir una regla que estipule el carácter patrimonial de la literatura, su pertenencia a un pedazo de tierra o a una entidad gubernamental.
En los últimos años, he leído sobre la existencia de varios grupos, asociaciones e instituciones que se han empeñado en rescatar la identidad cultural de Quintana Roo, en ocasiones con un entusiasmo desprejuiciado que los lleva a dar lo deseado por real y les empaña la visión del carácter fabricado y artificial del objeto de rescate. La carencia de una legítima cultura quintanarroense no se verifica solamente al corroborar los altos índices de población flotante que todavía hoy registra este estado de la república mexicana, sino por el hecho en sí de que, incluso quienes se declaran quintanarroenses, no arrastran una espiritualidad común ancestral que los diferencie de otros pueblos del propio entorno geográfico.
No basta con tener un himno y un espacio físico más o menos definido para poder reclamar una identidad auténtica. En su momento, la creación de este estado respondió a determinados intereses de carácter político-administrativo, sin que existiera un genuino sustento cultural que aglomerase con una rúbrica identitaria a los diversos grupos humanos componentes del espacio físico.
A esto debe agregarse que, a diferencia de otros estados mexicanos, a Quintana Roo la globalización lo sorprendió demasiado joven, sin tener todavía los necesarios elementos superestructurales que tipifican la identidad. Con la irrupción de una posmodernidad acelerada y desmesurada, sin que de forma previa estuvieran cimentadas las raíces comunes, resulta realmente ardua la tarea de englobar en un estudio los rasgos de uniformidad cultural que pudieran estar presentes, a través de la historia, en la letra impresa de y sobre estas tierras.
Al respecto, los dos méritos esenciales de Agustín Labrada son haberse lanzado en esa búsqueda y haber obtenido tales resultados con este libro. Conocedor de las inexactitudes que le brinda el objeto de estudio, el autor enuncia una comunidad basada en los escritores y no en sus obras. De esa forma, considera que la denominada creación literaria quintanarroense responde a tres grupos de autores: los oriundos que radican y escriben en el estado, los foráneos que se asentaron y crearon aquí y, por último, los naturales o formados en el estado, pero que han desarrollado su obra en otros lugares.
Agustín Labrada, sin embargo, motivado por alguna dosis de sencillez y modestia, cae en la trampa del apocamiento y no se incluye a sí mismo en el segundo segmento de su clasificación, al que por derecho propio pertenece y cuyo reconocimiento merece tras veinte años de estar arraigado en estas tierras, en las cuales ha estado produciendo ininterrumpidamente gran parte de su obra literaria.
Quizás sea esa misma candidez la que lo lleva, sin dejar de hacer muy acertadas y profundas estimaciones críticas, a mostrarse identificado con los autores que estudia e, incluso en ocasiones, llegar a sobrestimar los valores literarios de algunos. Aunque sea sin el afán de enaltecer a una obra o un autor, puede resultar un gesto excesivamente bondadoso el hablar, por ejemplo, de libro «aguilariano» para referirse a un texto del escritor chetumaleño de ascendencia cubana Héctor Aguilar Camín, en la misma página en la que también se discurre sobre lo «garciamarqueano». Este último término es una adjetivación ya usual, con un sello, una marca; es una etiqueta, un estandarte para la obra del colombiano universal. Y, con el mayor respeto, no es de considerar que los textos de Aguilar Camín trasciendan hacia esos niveles paradigmáticos que merezcan su adjetivación, máxime cuando el propio Agustín reconoce que en esa obra «los tonos» que diferencian a los personajes «son tan leves que casi no se descubren» y afines hasta «en el uso del mismo lenguaje».
Se trata de un conjunto de ensayos escritos con maestría tras una búsqueda minuciosa, de una investigación que logra inventariar, con pinceladas críticas y comentarios acuciosos, lo escrito en estas tierras y sobre estas tierras. Los ensayos se encuentran agrupados en cuatro bloques de acuerdo con su unidad temática y género literario, con el ingrediente común de estar salpicados de amenas alusiones bíblicas y filosóficas.
Su lectura puede dejarnos la sensación de que los autores que han estado de paso han dejado una impronta relativamente más marcada que la dejada por los oriundos; sin embargo, esa no es una característica exclusiva de Quintana Roo. La historiografía de la Revolución Mexicana, por ejemplo, solo en las dos últimas décadas ha asistido a un incremento en la producción de autores mexicanos. Antes de los años noventa existía un predominio de autores extranjeros, sin arraigo en la cultura mexicana, que eran utilizados como fuentes esenciales por los estudiosos nacionales.
De manera profesional, a lo largo de todo el texto, Agustín Labrada va dando fe de los datos editoriales de las obras que estudia o de las que simplemente hace mención. Quizás pudiera resultar demasiado exigente señalar que Teje sus voces la memoria no menguaría su excelente calidad si también incluyera pequeñas glosas biográficas sobre los diversos autores que se estudian, en aras de que el lector pueda reconocer con facilidad su pertenencia a uno de los tres grupos enunciados.
Los ensayos de este libro no son de historia de la literatura regional ni de crítica literaria: son sencillamente de ambas cosas y de mucho más, pues también se sumergen en las aguas de lo que otros han escrito sobre la literatura regional.
Agustín Labrada logra el tejido que su título sugiere, a pesar de que la materia prima no es abundante, que las hebras de esas voces no son uniformes, que el estambre de esa memoria no siempre fue bien entreverado y, sobre todo, de que la ubicación exacta del telar sea históricamente imposible.
Como enseñanza de este libro queda que este espacio geográfico ha sido, y sigue siendo, más lo que el propio Agustín llama «un set para la narrativa» que una fábrica con urdimbre literaria.