Quienes peinamos canas recordamos, no sin cierta nostalgia, aquellas estructuras metálicas dispersas en importantes calles y parques de La Habana que no tardaron en ser bautizadas popularmente como «paraguas». No fueron diseñados para proteger del sol inclemente o el aguacero eventual. Cada uno mostraba ocho carteles cubanos de cine, más comúnmente llamados, por los transeúntes que se detenían a contemplarlos, «los afiches del Icaic».
Estos afiches —verdadero prodigio manufacturado en silk screen en un modesto taller del barrio La Korea, dependencia apropiada por el Icaic con la nacionalización de las compañías distribuidoras— buscaron siempre proponer el disfrute de la obra de arte y traducir a la vez el rasgo fundamental del filme que promovían en verdaderas metáforas visuales. Casi a partir de los primeros en diseñarse y difundirse, constituyeron un genuino medio pleno de posibilidades para la creación artística. No tardó el cartel cubano de cine en convertirse en pieza autónoma capaz de ir más allá de su intención original para devenir pieza obligada en la decoración de una vivienda y pronto objeto de atención por coleccionistas. Quizás Alejo Carpentier, eminente novelista siempre atento al acontecer cultural desde sus tempranos años como cronista en París de las revistas habaneras Carteles y Social, fuera el primero en manifestar su sorpresa y admiración por esta singularidad en el artículo «Una siempre renovada muestra de artes sugerentes», publicado en 1969 en la revista Cine Cubano, en el número conmemorativo (54-55) del primer decenio de la nueva cinematografía gestada a partir de 1959:
«Los artistas cubanos del cartel, del afiche, libres de la idea fija de la incitación comercial, tratan de llevar un arte a la calle, allí donde todos lo vean. El cartel de cine del Icaic es galería permanente, abierta a todos, puerta en las
murallas, ostentosa en las esquinas, usándose en él todas las técnicas de figuración: montaje, collage, reproducciones de imágenes paralelas, pop, op, y hasta, cuando viene bien, remedos de viejos estilos, interpretados, transfigurados, en función de un título, de un contenido, de un mensaje determinado».
Particular significación concede Carpentier a encomiar el cartel cubano de cine que desde que el valenciano Eduardo Muñoz Bachs (1937-2001) concibiera el primero —para Historias de la Revolución, de Tomás Gutiérrez Alea, estreno inaugural de la producción del Icaic— alcanzara un esplendor extraordinario. Diseñadores de la talla de Morante, Reboiro, Azcuy, Rostgaard, Holbein y
Ñiko, entre otros nombres clave, con estilos inconfundibles, convirtieron las limitaciones de la serigrafía en desafíos para la imaginación y el talento. Cuando el autor de El siglo de las luces escribe sus eufóricas líneas, ya ha recibido el impacto del rostro asombrado de Chaplin, escogido por Morante para invitar a las funciones de la Cinemateca de Cuba, entonces recién estrenada; reseña del encuentro el espacio blanco desgarrado por una mancha roja en el cartel que diseñó el camagüeyano Reboiro para Harakiri (1963), de Masaki Kobayashi; la fabulosa silueta de Charlot visto por el personalísimo Muñoz Bachs, que asoma sobre una polícroma vegetación para el documental de Octavio
Cortázar, reseña del encuentro hace medio siglo y por primera vez con el cine de los pobladores de una remota región
serrana.
Aquellos que transitaban por las calles capitalinas contemplaban —además de los ubicados en los paraguas— los novedosos diseños promocionales de estrenos de importantes películas en enormes vallas situadas en lugares estratégicos. Los carteles concebidos por creadores cubanos —cuya cifra total es imposible de precisar— y sus soluciones gráficas para aprehender la esencia argumental de una película, no solo
incitaban a verla, sino que en no escasas ocasiones resultaban más sugerentes y atractivos que las propias obras que las originaron, razón por la cual han trascendido.
Esa «galería permanente, abierta a todos», a juicio de Carpentier, suscitó la aproximación de relevantes artistas plásticos. Portocarrero delineó como una de sus Floras las extraordinarias imágenes captadas por el fotógrafo Serguéi Urusevski para Soy Cuba (1964), del georgiano Mijail Kalatózov. Con su peculiar impronta, Raúl Martínez dibujó la trilogía de rostros de las actrices protagónicas en Lucía (1968), primer largometraje de Humberto Solás. Ese mismo año, el español Antonio Saura tradujo a su código la impresión motivada por Memorias del subdesarrollo, de su amigo Gutiérrez Alea.
Desde su propia fundación, las estrategias asumidas por el Icaic de estructurar una producción acorde a los intereses de la Revolución, la «descolonización» de las pantallas y la diversificación geográfica de la programación con el fin de contribuir al fomento de un público cualitativamente superior, incluyó también dinamitar los mecanismos publicitarios utilizados hasta ese momento. La concepción renovadora de los carteles anunciadores de las películas adquiridas para su estreno contribuyó en enorme medida a otorgar un signo propio y genuino a lo que no demoró en devenir movimiento por las proporciones alcanzadas.
La repercusión de los carteles cubanos de cine, provocadores de exposiciones en diversas partes del mundo y de estudios por parte de importantes autores, entre estos la estadounidense Susan Sontag, es perenne. Il Giornale Dell’Arte, publicación mensual del Ministerio de Cultura de Italia que compila información sobre todas las exposiciones realizadas en ese país, situó la muestra Hecho en Cuba. Il Cinema nella gráfica cubana, exhibida desde el 4 de febrero hasta el 29 de agosto de 2016 en el Museo del Cine de Turín, en el sexto lugar entre las diez más notorias y concurridas de las inauguradas a lo largo del año, al registrar un total de 411 526 personas, con una media diaria de 2 213 asistentes. Nuevas muestras difunden este vastísimo y rico legado. Un paraguas recibió al público en el Museo Nacional de Bellas Artes en la más reciente, La memoria diseñada. Carteles Icaic 1960-2017, una de las más grandes realizadas en Cuba sobre este movimiento gráfico, todo un fenómeno, inscrito ya en el Registro Regional de la Memoria del Mundo de la Unesco a propuesta de la Cinemateca de Cuba.
Cualquier selección de estas obras es capaz de dejar boquiabiertos a los
espectadores contemporáneos. Todos se sorprenden ante tal diversidad estilística, el empleo expresivo al máximo de la tipografía, el collage, la fotografía, el dibujo expresionista o la técnica del «papel recortado», por apenas citar algunos de los recursos a los cuales apelaron los diseñadores en pleno furor creativo.