- El misterio de la inmortalidad
Cuentan que el gran compositor e intérprete cubano Ernesto Lecuona consideraba el tema Perla marina una de las canciones más hermosas que había escuchado en su vida, compuesta por un hombre de diminuta estatura que respondía al nombre de Sindo Garay, uno de los cuatro grandes de la trova tradicional cubana, esa que nació y se desarrolló en las primeras décadas del siglo pasado.
La trova, como movimiento musical, estaba ampliamente influenciada por el romanticismo como movimiento literario, lo que explica sus giros líricos y hasta la actitud ante la vida de sus integrantes. El trovador era un ser humilde y dependiente de aquella a la que se le entregaba todo el amor, alguien siempre dispuesto a sufrir y expuesto a grandes sacrificios. Esa es tal vez la razón que animó el que poetas y hombres comunes coincidieran en determinados momentos de la vida, unos aportando el sonido de sus guitarras, desde las que creaban complejas formas melódicas a pesar de no poseer estudios musicales, y otros la capacidad de escribir frases trascendentes a pesar de ciertos giros grandilocuentes.
Serán la radio y la naciente industria de la grabación fonográfica los primeros vehículos que han de dar trascendencia a esta generación de hombres, a sus inquietudes musicales, filosóficas y existenciales; después vendrán las charangas danzoneras y con ellas el piano como instrumento complementario que enriquecerá los temas trovadorescos y les dará una difusión que ha de llegar hasta nuestros días.
La trova seguirá su curso y con el pasar de los años seguirá sumando nombres imprescindibles.
Si Sindo llegó a conmoverle profundamente a Lecuona, a otras generaciones de músicos y amantes de la trova le llegará el «…amor humano» -como diría Federico García Lorca- de Pablo Milanés, no solo como compositor de canciones, sino como intérprete de todos los géneros de la música cubana. Milanés, a lo largo de su carrera, se fue acercando a las generaciones de trovadores que le precedieron; de ello dan fe sus series de discos Años y Feeling. Ahora propone a sus seguidores acercarse al trabajo de otros trovadores menos conocidos o a obras que definieron y marcaron determinados momentos importantes dentro de la trova y la música cubana en general.
Alguien dijo una vez que «…el piano era en la música cubana la sabia combinación de la guitarra y los percutientes, por lo que bien ejecutado sería determinante en su desarrollo…». Esta es una tierra donde los buenos pianistas abundan, y esa profusión va desde Antonio María Romeu -al que llamaban «el mago de las teclas»- hasta el desconocido estudiante de ese instrumento del que tal vez mañana hablaremos.
Será Romeu uno de los pioneros en ejecutar los temas de los trovadores, los de su época, con su charanga, y esa ejecución pasaba por los acordes del piano para resaltar determinados pasajes de la obra elegida. Será también Pablo Quevedo uno de los primeros cantantes en hacerse acompañar solo con piano, ejecutando temas de los trovadores de su tiempo. Esto que les cuento pasó hace ya cerca de noventa años y de ello pueden dar fe registros fonográficos de la época.
Dentro de esa tradición pianística cubana se destaca el nombre de José María Vitier, hombre a quien la poesía y la música le vienen desde los genes, y esa combinación incluye también a la trova y a los trovadores. José María ha vivido desde el piano los avatares de la trova posterior a los años sesenta, y desde sus búsquedas estéticas las de ella en su conjunto. En todas las zonas de su música la trova ha sido una constante en la que guitarra y piano han interactuado armoniosamente.
Tal vez esa convergencia de música y poesía, de intereses emocionales, y tal vez por la misma necesidad de cerrar sus propios ciclos vitales, es la que hace que Pablo Milanés y José María Vitier decidan producir una serie de discos -hasta el momento solo han sido dos volúmenes- en los que recrean, desde el piano y la voz, dos momentos importantes de la cultura cubana y la hispana en general. El primero de ellos fue Canción de otoño, donde a partir de la poesía del nicaragüense Rubén Darío rinden tributo a importantes nombres de las letras.
Ahora, un par de años después, regresan con la producción Flor oculta de la vieja trova (Bis Music 1200), esta vez versionando y revitalizando temas de trovadores cubanos, algunos de cuyos nombres se pierden en la memoria o simplemente algunos nunca antes escuchados.
Trovadores y poetas románticos al alcance del hombre del siglo xxi. Demasiado riesgo, dirán aquellos para los que esta propuesta musical ha de resultar descabellada. Y tal vez no les falten razones.
Un análisis desprejuiciado y frío permite asumir los siguientes argumentos: ha pasado casi un siglo desde que fueran escritas algunas de estas canciones; lo de hoy es la posmodernidad y no el romanticismo; las generaciones de estos tiempos son más pragmáticas, y el lenguaje empleado en muchas de esas composiciones puede resultar rebuscado y alejado de sus urgencias estéticas y sociales; y, por último y no menos importante: es una combinación de instrumentos y voz que puede resultar aburrida en tiempos donde el ritmo es lo importante.
Pobre de los que así piensen.
Flor oculta de la vieja trova es todo un divertimento musical de fina factura; y aunque ciertamente el romanticismo no es la corriente literaria hoy en boga, no se puede negar que muchos de estos temas han sobrepasado el juicio del tiempo y han regresado una y otra vez en algunas zonas de la discografía cubana reciente, sea producida en el país o allende sus fronteras.
A cada tema cantado por Milanés corresponde una ejecución pianística de alta factura creativa por parte de José María Vitier. Estos dos artistas evitan los lugares comunes y los caminos trillados cuando se trata de versionar la trova tradicional; nada está dejado al libre albedrío. Ellos supieron encontrar el punto dramático que hace de esta propuesta una joya obligada de la discografía cubana de todos los tiempos.
Personalmente me conmueve la ternura de la voz de Pablo cuando interpreta Cajón de muerto, del compositor Ángel Almenares, donde el lirismo de su voz estalla mientras el piano nos susurra el dolor del hombre, sobrecogedora impresión que recuerda pasajes de la música de Erik Satie. Lo mismo ocurre con La cleptómana, obra escrita a dos manos entre el poeta Gustavo Sánchez Galarraga y el músico Manuel Luna, solo que aquí los coqueteos entre voz y piano obligan a una repetición constante del tema solo para no perder la posibilidad de cantar a dúo una y otra vez el final: «…y sin embargo quiso robarme el corazón».
Flor oculta...pronto estará en circulación. Tal vez inunde las redes sociales y los sitios de descarga. Tal vez algunos de los hombres de estos tiempos, a los que la posmodernidad les dicta el paso, lo incluyan entre sus preferencias sonoras y la individualidad que nos define haga espacio para estas canciones y la cante a ese sujeto que le inquieta y le hace perder sueño y apetito. Puede que algunas no las entiendan, eso no importa. Lo importante es el alma, es la música, es la voz.
A fin de cuentas, en la era de la información también se ama.