La fresca ala de Eros
La insinuación romántica en las relaciones humanas puede ser un poderoso estimulante del espíritu. ¿Qué cosa es más incitante que la ilusión, la silenciosa conjura que se entreteje en la mente de quien quiere hacer una conquista? La mera presencia física de esa persona provoca sensaciones que pueden ser hasta inauditamente ansiosas. Los sentidos en general se ponen en atención y agitan todo tipo de esperanzas, que son a su vez una plataforma ideal para desde allí disparar el amplio arsenal de dardos encantados que pondrían en desventaja a Cupido y toda su corte de acompañantes arqueros. En fin, que si bien hay muchas y variadas formas de insinuar una intención pasional, como una de las más curiosas siempre se recordarán las que en no pocos países latinoamericanos, pusieron de moda las propias damas utilizando sus abanicos. Ya los egipcios de clases altas usaban este instrumento; y también en la antigua China y Japón, donde tomó la forma plegable con la que ha llegado a nuestros días. Además de su valor utilitario, el abanico se convirtió en una pieza de arte por los materiales diversos y costosos con que se confeccionaban, sus variados diseños y los sugerentes motivos dibujados en ellos. El abanico aparece en Europa hacia el siglo xvi y se establece con fuerza en los países mediterráneos, desde donde pasa a la América nueva –insular o continental–, comúnmente más cálida, acompañando las costumbres de las damas venidas de allá. Se enraiza con las modas y necesidades de las criollas americanas que pronto aprenden y, aún más, desarrollan con la sensualidad del mestizaje, un lenguaje amoroso a través del abanico, que era desplegado y hábilmente usado con códigos y mensajes propios en las situaciones que así lo requiriesen. El idioma del abanico reafirmó así su carácter voluptuoso, pasional y definitivamente seductor, con el cual se le identificó en la mitología griega, como una de las alas de Eros, y que al llegar a estos lares, con el tiempo entró en el campo de la comunicación emotiva. De manera subliminal se coqueteaba entre los amantes, se transmitían promesas e intenciones, se conjuraban y confabulaban encuentros y acciones que despertaban olas de maravillosa ilusión y que desembocaban en ardientes pasiones transmitidas a través del lenguaje disimulado y misterioso del abanico, idioma desplegado comúnmente por la mujer, en un certero alarde de habilidad dirigido, previo entendimiento, hacia el privilegiado. Detrás de aquella gestualidad, un verdadero manual de referencia no escrita, sugería o esclarecía el cifrado del mensaje a partir de las diferentes posiciones en las cuales era situado el abanico o las variadas maneras de empuñarlo. Este hecho no pasó inadvertido a la mirada curiosa e indagadora de algunos viajeros llegados desde muchas partes durante el siglo xix como fue la sueca Frederika Bremer, quien escribió en una de sus llamadas Cartas desde Cuba, «El manejo del abanico es toda una pequeña ciencia (…) que les permite conversar como y cuando ellas quieran, con el elegido de su corazón…» En un balcón o ventana, mirando seria y descuidadamente a la persona amada, el abanico abierto y tomado de la mano izquierda a la altura del busto y perpendicular a este, significaba «tenemos que hablar»; pero un gesto trasmitido imperativamente con el abanico abierto a todo su recorrido y tomado de la mano derecha, semi tapando la cara y dejando sobresalir los ojos serenos e insinuantes, expresaba «no me olvides». Aunque hoy en día una sociedad más abierta y avanzada no exige en absoluto el uso de códigos de comunicación encubierta entre dos personas mutuamente atraídas, no deja de ser un recuerdo hermoso de tiempos pasados el lenguaje enigmático con el que el abanico salvó y forjó grandes amores en el ardoroso mundo americano, donde sigue vivo y alegre como un gran aliado de niñas, adolescentes, jóvenes y mujeres más maduras, que siempre los incluyen en sus bolsos para ayudarse a paliar los veranos ardientes y tórridos del trópico.
«Al mover tu abanico con gracejo, quitas el polvo al corazón más viejo…»