La Giraldilla, pequeña estatua-veleta de bronce que simboliza a La Habana.

VARIOS SIGLOS DESPUÉS DE SU CONTRUCCIÓN, LOS CASTILLOS HABANEROS LA REAL FUERZA, SAN SALVADOR DE LA PUNTA Y LOS TRES REYES MAGOS DEL MORRO SIGUEN DESPERTANDO LA ATENCIÓN DE VISITANTES DE TODO EL MUNDO

No es casual que el escudo de la capital cubana, bautizada en su momento como villa de San Cristóbal de La Habana, presente justamente en su centro tres castillos. Es un trío conocido: la Real Fuerza, San Salvador de la Punta y los Tres Reyes Magos del Morro, «fortalezas» no solo por sus dimensiones y su pétreo material, sino también por despertar con solidez, varios siglos después de sus aperturas, la atención de visitantes de todo el mundo.
Por fortuna para turistas y anfitriones, La Habana es mucho más que la ciudad pegada al mar que hace un raro equilibrio arquitectónico entre el pasar de autos viejos y la amabilidad de lugareños de todos los colores que sacan música en aceras llameantes bajo el sol. Es también centro de coloniales plazas militares que el buen juicio colectivo preservó para que los curiosos de hoy apreciemos batallas renacentistas en semejante máquina del tiempo.
De tal suerte, cuando en 1982 la UNESCO incluyó a la urbe en la Lista de Patrimonio Cultural de la Humanidad, reconocía conjuntamente a la «ciudad de La Habana y su sistema de fortificaciones». ¡Todo un cañonazo noticioso!
La historia es larga: desde el último tercio del siglo XVI y hasta el XIX se levantaron aquí varios sistemas defensivos para proteger las riquezas propias y las que transitaban por un enclave que reunía en su rada la flota hispana y trasvasaba a Madrid metales preciosos y mercaderías diversas.
Es sencillo imaginar cuánto apetito levantó la plaza en corsarios, piratas y filibusteros de múltiples banderas que no dejaron de asolarla desde el temprano –«madrugador» para Cuba– siglo XVI. El belicosamente célebre inglés Francis Drake le hizo muy difícil la vida a los habaneros, quienes también sufrieron en 1556 al francés Jacques de Sores y, en 1640, a un holandés conocido nada menos que como «Pata de Palo».
El azote más fuerte se produjo en 1762, cuando más de 50 naves inglesas castigaron una ciudad que, pese a la firme resistencia de españoles y criollos, tuvo que rendirse tras más de 40 días de asedio. ¿Moraleja? Había que blindarla. Y se hizo, incluso trayendo de Europa a grandes talentos de la ingeniería militar como el italiano Bautista Antonelli.
Así, bajo estrés constante de la población de la época, nacieron estos colosos que hoy turistas de todas las latitudes recorren calmados en las horas menos inclementes del trópico. Ubicado junto a la Plaza de Armas, en el centro mismo del centro histórico, la Real Fuerza, el más antiguo inmueble de arquitectura militar amurallada conservado en Cuba –muchos sostienen que en las Américas–, fue por casi dos siglos residencia de los capitanes generales. Su baluarte noroeste sostiene a La Giraldilla, pequeña estatua-veleta de bronce que simboliza a La Habana y está inspirada en la larga espera que, mirando al mar, hizo Isabel de Bobadilla de su esposo Hernando de Soto, quien jamás regresó de La Florida. ¡Cuánto amor entre piedras!
La ciudad sería otra sin su Morro, levantado entre finales del siglo XVI y principios del XVII en una elevación que, por mar, da la bienvenida al visitante. Dañado a puro explosivo por los ingleses, fue reparado varias veces mientras modernizaba su faro, esa atalaya ojiclara que en las noches les dice a los marineros del mundo dónde descansa La Habana.
Al otro lado de la entrada del canal de la bahía, el castillo de San Salvador de la Punta, construido entre 1590 y 1630, continúa su complicidad con El Morro: si en sus días de esplendor ambos enlazaban una cadena que impedía el acceso y cruzaban fuego sobre barcos enemigos, ahora comparten visitantes que arman el rompecabezas del añejo sistema defensivo.
Una infaltable en esta relación de amadas moles habaneras es San Carlos de la Cabaña, plantada a continuación del Morro en el último tercio del siglo XVIII. Ciudadela perfecta, la más extensa fortaleza de Cuba, con más de 700 m de muralla, deja ver todavía baluartes, fosos, terrazas, puentes levadizos, aljibes, cañones y cuarteles que causan admiración.
En los libros y en la vida real, la pacífica Habana tiene más que enseñar sobre viejas batallas: los castillos de El Príncipe y de Atarés, los fuertes de Cojímar y La Chorrera y los torreones de San Lázaro y de Bacuranao reviven otros colores del tejido que en su momento custodió «la llave del Nuevo Mundo».
Se ha dicho: Cuba crea hasta en las piedras. Sin erosionar sus valores, ahora La Cabaña es sede de la Feria Internacional del Libro, El Morro y La Fuerza exhiben valiosas piezas patrimoniales, La Punta ha cobijado el Museo Naval y en La Chorrera se puede recibir un servicio gastronómico de calidad y elegancia.
Así de abierta al mundo se muestra la ciudad que una vez vivió entre muros. Para protegerla, en 1740 se terminó la muralla, una obra de 10 m de altura y metro y medio de grosor a lo largo de casi 5 km. El palpitar de La Habana, que no cabía en semejante tapia, comenzó a derribarla en 1863.
Dicen que la apertura y cierre de la muralla eran avisados con sendos cañonazos. Quedan muy pocos fragmentos pero, aun ahora, los habaneros escuchan cada noche, a las 9 en punto, un cañonazo que, desde la raíz misma de La Cabaña, abre a la urbe las enormes puertas del futuro.