"El secreto del tabaco pinareño está en su terroir, la mezcla de suelos, temperatura y humedad."
"Pancho Cuba es, con más de sesenta años, uno de los mejores productores de capa en la zona de San Juan y Martínez."
"Lin Paz, de 89 años, acumula una larga tradición familiar en la producción de hojas especiales para las capas de los Habanos."
"La cosecha de tabaco abarca pocos meses del año, pues después de su siembra en una treintena de días las hojas están listas para la recolección."
"Las mujeres, despúes de recogidas las hojas, las clasifican y ensartan en largas varas, donde se secarán por varios meses."

Nada mejor que dejar atrás la comodidad enconsertada de un tour organizado y el servicio de un guía, para irnos por nuestra propia cuenta a conocer lugares como San Juan y Martínez, «la tierra del mejor tabaco del mundo»

Quizás viajar mochila al hombro, sea la mejor solución para adentrarnos en el mundo del habano y descubrir las razones ocultas del por qué San Juan y Martínez, ha dado origen a un producto tan exquisito

Viajar hasta San Juan y Martínez no es fácil. Hay que dejar atrás La Habana, y tomar la autopista a Pinar del Río, cuidando mucho que el encanto de lugares como Las Terrazas, con sus míticos cafetales, su comunidad encantada, las atractivas observaciones de aves y los baños de ríos, no nos hagan cambiar de rumbo.

También hay que resistir la tentación de Soroa, famosa por su apasionante orquideario y su salto de agua, e incluso ya en el propio Pinar del Río evitar la carretera que conduce a Viñales, prehistórico valle de mogotes que, cual dormidos paquidermos, invitan a perderse entre sus cuevas y su naturaleza exuberante. Nuestro objetivo es otro. Por ello apenas podemos hacer un alto en la ciudad para orientarnos, y decidir si es mejor alquilar un auto o seguir a pie. Sí, porque hasta el pueblo de San Juan y Martínez hay que desandar todavía unos 30 kilómetros desde la ciudad.

Sea como fuera, no hay que llegar hasta el pueblo para darse cuenta de que el tabaco es el rey en estas tierras. A ambos lados de la carretera, estrecha y sinuosa, de difícil transcurso por los coches de caballo o personas en bicicleta que se deben sortear, crece el tabaco y las casas de curado se descubren entre la neblina, que por estos lares puede dominar el paisaje hasta avanzada la mañana.

Pronto el viajero se da cuenta que entró a otro mundo, con costumbres distintas y hasta un horario propio, que comienza bien temprano en la madrugada, llevando los animales a pastar, en una jornada que al mediodía casi termina, cuando los hombres sacan las hojas de tabaco recogidas en parihuelas hacia las casa de cura, donde las mujeres las ensartan y colocan en los cujes o varillas en las que dormirán durante varios meses mientras se secan.

En esa época es preciso «tapar» las plantas que irán destinadas a las capas de los Habanos, deshijarlas para que no se «vayan en vicio», abonarlas una y otra vez, echarles pesticidas cuidando que no aparezca el temido «moho azul» que mancha las hojas, y recolectarlas comenzando por las de abajo, y en especial las del medio, las más grandes, finas y de menos grasa, ideales para recubrir los afamados Habanos.

Durante esos días no hay tiempo para nada, afirma Pancho Cuba, uno de esos guajiros que lleva más de 60 años metido en el tabaco y a cuya vega se llega tomando la carretera de Punta de Carta, y doblando a la derecha tres kilómetros más adelante hasta tropezar «con una casa que parece de telenovela», pues así de original es la forma de dar direcciones en esta zona.

De mediana estatura, musculoso, andar rápido, mirada inquieta, Pancho Cuba vive dentro de su tabaco. No le pida un tabaco. No los tuerce. Si acaso hace uno para él. Su mayor muestra de aprecio es regalarle un poco de hojas secas de las que guarda para sí. No tuerce pues no tiene tiempo. El día no le alcanza. Se levanta temprano, reparte las labores de hombres y mujeres, recorre a pie o a caballo la finca, y solo cuando la noche no le deja ver, hace un alto para bañarse, comer y echarse un «palo» de ron. Aún entonces, en la boca «su» tabaco, sale a ver las plantas y en especial las hojas, «que de noche se estiran buscando la luna» -dice-, antes de irse a la cama a soñar con el caballo de pura raza que siempre ha querido tener. Él no es el único de la zona que vive para y por el tabaco. Todo San Juan y Martínez, así como el vecino municipio de San Luis, palpita, ríe o llora al compás de la cosecha, y en sus esquinas se discute por igual de béisbol o fertilizantes, de política o de lluvias. No es de extrañar en un territorio donde se cultivan unas 250 caballerías de tabaco de distintos tipos, de ellas más de 40 dedicadas al tapado para la obtención de capas requeridas por los Habanos.

Este pueblo anclado en el tiempo, al que varios centros comerciales le han dado una vida agitada nunca antes vista, ha puesto también sus límites a la modernidad. Dos calles dividen por la mitad el poblado: una de ida y otra de vuelta. Al principio, donde desemboca la carretera, está su «Parque Central». A un lado de este, una alta verja recuerda que allí comenzaba la finca Hoyo de Monterrey. Todo el pueblo es una inmensa columnata de portales que se comunican unos con otros, y donde los vecinos en sus sillones se hablan de calle a calle, de casa a casa. Allí está el parque de la iglesia, su museo municipal o la casa de Luis y Sergio Saíz, los hermanos poetas asesinados, casi adolescentes, por oponerse al dictador Batista. Lo más curioso es que a donde quiera que se mire, se ve el tabaco. Ya sea fumado por los viejos en los portales, en las numerosas escogidas diseminadas por toda la localidad, en la boca de los guajiros que pasan con sus «arañas» tiradas por un solo caballo, o en las casas de curar que se adivinan en el horizonte.

Claro, en el caserío le será difícil encontrar a hombres que ostentan el Premio Habano en Producción, como Gerardo Medina o el viejo Lin Paz, que a sus 89 años siempre metido dentro del «tapado», dirigiendo personalmente la cosecha, y atando con sus manos cada parihuela que va al secado. Flaco y enjuto, de sonrisa corta, ni fuma ni bebe alcohol. Gusta de la comida buena, pero sin excentricidades. Vive en su casa, en el medio del monte y con terraplenes difíciles que la custodian, aunque no es reacio a compartir con amigos como Pancho Cuba y su viejo compadre Alejandro Robaina, el único cubano que en vida lleva un tabaco con su propio nombre, y quien es también Premio Habano en Comunicación.

Allá, a Vegas Robaina, en la carretera a San Luis, se llega sin preguntar mucho. Todo el mundo lo conoce. Tiene casi 90 años y ha viajado el mundo, pero no pierde la costumbre de dirigir él mismo su cosecha. Se levanta a las cinco de la mañana, tabaco en mano, para desde el portal vigilarlo todo. El día tampoco le alcanza. Tantos son los visitantes, nacionales y extranjeros, los amigos, que su casa, a dos kilómetros de la carretera, está más concurrida que una avenida. Por eso el domingo no recibe a nadie, para estar tranquilo y en familia, como le gusta, y poder fumarse un tabaco, torcido por su nieta, mientras otro nieto le rinde cuentas de la hacienda y los hijos de cómo marchan las ventas. Ya en la noche, antes de dormir, el viejo Alejo -como le dice su gente- se reclina en la butaca que le regalaron, dicen que fue de una reina, y recorre con la vista sus vegas. «Cada noche el tabaco crece varios centímetros. Lástima que ya la gente no quiera trabajar a esa hora, sino lo recogía de madrugada. Es cuando más lindo está. Yo, antes de dormir, me siento a escucharlo. El tabaco me habla de noche».

«Toda Vuelta Abajo palpita, ríe o llora al compás de la cosecha del tabaco»

«Tanto San Juan y Martínez como San Luis, parecen pueblos anclados en el tiempo»