El Cristo de Casablanca
Uno de los símbolos que identifica la capital cubana es el Cristo de Casablanca. Concebido por la artista Gilma Madera e inaugurado a finales de 1958, acompaña el imaginario de los habitantes de esta ciudad y de muchos de sus visitantes, quienes no dudan en incorporarlo a sus lugares ineludibles en La Habana.
A los ojos de un niño, el afán de aventura justifica cualquier locura, cualquier gesto impropio de la adultez, cualquier romance. Correr peldaños abajo o arriba por la escalera que conduce a la cima de la loma de Casablanca, llegar sin aliento al último escalón, saberse primero en observar desde lo alto la bahía de La Habana, y sentir el placer de ver llegar a los otros, no es algo que pueda contar mucha gente. Pero los que vivimos esa experiencia, quienes compartimos desde la infancia la creencia de poseer algo importante y nos sabemos dueños de un tesoro que aún mostramos a los visitantes asombrados, vengan del interior del país o de allende los mares, esa vivencia nos hace sentirnos diferentes y afortunados. Esa visión romántica que la infancia nos legara, llega a nuestros días multiplicada por los años transcurridos y la recurrente contemplación de un sitio de obligada visita si se quiere tener una idea distante y palpable a la vez de la capital cubana; si se quiere conocer bajo el efecto de un embrujo mágico la fuerza que toma un amanecer, un atardecer, la caída de la noche o la inmediata cercanía de las estrellas.
Sentarse a los pies del Cristo de La Habana un día cualquiera, a cualquier hora, puede ser una experiencia inolvidable. En los años noventa, cuando el hoy reluciente Museo del Ron era la vieja Casa del Joven creador, esperábamos una vez a la semana a que abriera sus puertas, casi a la medianoche, “El Bartolo”, una especie de bar lleno de trovadores y artistas, quienes bebían y disfrutaban hasta el alba, entre música y descargas. También entre ellos disfrutaba de ese encanto una réplica del Cristo, de poco más de un metro de altura, yo diría que exacta, la cual permanecía inmóvil y parecía complacida ante el baile, la canción y la alegría de aquellos que aparentemente estaban más interesados en disfrutar de un espectáculo musical que de la blanca figura casi oculta en la penumbra. Al final nos juntábamos un grupo y nos íbamos a los pies del Cristo verdadero a ver la salida del sol, a disfrutar la manera en que sus rayos descubren uno a uno los edificios que rodean la bahía, cómo se apagan una a una las luces de la ciudad y se descubre otra más real y gris a primera vista, que luego retoma sus colores y dibuja un paisaje urbano, casi irreconocible para los
moradores que a primera hora salen a trabajar sin notar los encantos del entorno.
No hay sol en Cuba más fuerte que el de las 12 en el Cristo de La Habana, ni alcanza el mar un tono más dorado que cuando el sol besa el agua en el horizonte iluminando la entrada de la bahía. No ha habido para mí tormenta más aterradora que la que nos sorprendió una tarde en el Cristo, cuando llegaba a mostrarle el sitio a unos amigos foráneos, y tuvimos que salir huyendo a toda carrera, bajo una lluvia de truenos y gotas de agua congelada mezcladas con ráfagas de viento que harían temblar al más valiente. No hay cake de boda más apetitoso que la imagen nocturna que desde ese lugar de la cima de Casablanca ofrece el edificio que ocupa la embajada de España en La Habana, cuando está completamente iluminada; ni ventana abierta al cielo que nos depare más sueños y preguntas que la que asemeja la cúspide del Capitolio cuando está iluminada. No existe ilusión más bonita, paz más agradable, verso dicho al oído, canción cantada a media voz, ni momento de angustia o alegría que no retome un tinte mágico si se está a los pies del Cristo de La Habana: los amores parecen perdurar, los besos resultan más placenteros y las verdades dichas allí permanecen como si no cambiaran con el tiempo.
Entre barcos que salen o entran a la bahía, o con la llama siempre encendida en la refinería de petróleo, si se mira al cielo en pleno día se puede ver la luna, y en la noche no faltarán estrellas fugaces, aviones, meteoritos, estaciones satelitales e incluso ovnis que exalten la imaginación si se mira al cielo acompañado por la blancura infinita del Cristo de La Habana. No es posible olvidar al niño que alguna vez fuimos si vemos a los que juegan hoy a los pies del monumento. Seremos siempre los mismos, pero nunca miraremos igual.