Las botas de JOAN MANUEL SERRAT
Llevaba el cabello por los hombros y sus fanáticos, que éramos muchos, nos volvimos locos con su espectáculo de luces precisas y poéticos diálogos, pues nos vino a demostrar que para componer y entonar aquellos increíbles e inteligentes temas no era indispensable el desaliño y la solemnidad.
Yo tenía 19 años y no conseguía entradas, mis amigos me cargaron, era muy flaco entonces, y me lanzaron como una flecha por sobre los que hacían cola desde semanas antes y llegué a la taquilla mucho más rápido que lo que Messi hace un gol. Compré entradas para todos y fui a la fiesta Serratiana con una emoción pocas veces sentida.
Los cantautores cubanos propiciaron un pequeño encuentro con él en la Escuela de Arte el día anterior a su debut, al que no fui invitado y de cierto modo me alegro, pues no fue muy ameno que digamos como más tarde alguno me comentó.
En 1974 regresó y entonces sí lo conocí. El cantautor Carlos Puebla me llevó a su camerino antes de su primer concierto y me lo presentó. Por aquellos tiempos yo apenas había grabado un par de temas y me sentía como una hormiga en aquel recinto, mientras el inmenso Juanito lustraba sus botas de piel de cabritilla con un artefacto que no había visto en la vida; un pomo plástico con una esponja en la punta que se apretaba y soltaba un chorro de tinta que se evaporaba rápidamente dejando las botas limpias y relucientes. Con el primer intercambio de miradas hicimos química, fue amable y estuvo todo el tiempo tierno y sonriente. Yo permanecí turbado y con la timidez de un insecto. Joan Manuel de repente me soltó: ¿Y tú que vas a hacer después? porque si no tienes nada mejor que hacer te invito a cenar al hotel y conversamos un rato. Por poco me desmayo, las canciones de Serrat formaban parte de mi selecto equipaje sentimental desde hacía mucho y tener una plática con él de tú a tú me puso nervioso. Espérame en el escenario al final y nos vamos, agregó.
Nos fuimos al Hotel Habana Libre, que está en L entre 23 y 25, yo por entonces vivía en 25 y B, por lo tanto mi casa estaba apenas a diez cuadras. Pidió de cenar en la habitación, yo jamás había entrado al Habana Libre, fue una experiencia impactante y tuvimos una larga conversación que selló nuestra amistad hasta el día de hoy. Antes de partir, ya bien entrada la madrugada me quiso hacer un regalo que en principio rechacé; ¡uno de sus pares de botas! Yo no quería aceptar, pues me moría de vergüenza, en la vida nadie me había regalado nada y ya me había acostumbrado a eso. Pruébatelas, y si te sirven son tuyas, insistió y me las alcanzó. Yo me senté en el sofá de su suite de espaldas a él, pues tenía hasta las medias rotas e intenté ponérmelas, fue un momento casi perfecto y de intensidad incalculable; ¡yo calzó el número 11 y Serrat el 7 y medio!!!!! así y todo pensé profundamente en las hermanastras de Cenicienta y no sé cómo metí, como se dice por aquí, ¡La Habana en Guanabacoa! diciéndole que me quedaban pintadas, cosa que no era cierta. Mis dedos perdían la forma por segundos y antes de que lo notara, me despedí con un abrazo y partí orgulloso con sus botas de piel de cabritilla. Una vez en la calle, rumbo a casa, sentí un ardor primero, un angustioso dolor después y luego ya caminaba renqueando lentamente a paso de tortuga intentando apoyar los pies en las aceras con liviandad. Cuando por fin toqué la puerta y mi madre advirtió mi cara desencajada me miró y preguntó: ¿Amaurito, que te pasa mi vida? le mostré las botas. Yo parecía una anciana japonesa a la que le achican los pies a fuerza de ponerles desde niña zapatos cada vez más pequeños. ¿A quién se las robaste? fue su lacónica pregunta. Vamos a quitarte eso rápidamente replicó conmovida y ya me dirás después. Cuando por fin me liberó de aquella tortura mis pies estaban entumecidos, ampollados, sangrantes. Tardé mucho en poder volver a caminar con normalidad. Nunca, jamás me las puse, pero aún las conservo, llenas de moho, como recuerdo de aquella noche memorable donde el gran Joan Manuel Serrat y yo compartimos afecto, generosidad… ¡y calzado!.