Las Cuatro Joyas del Ballet Nacional de Cuba. / Aurora Bosch visita el museo Mariemma.

Las piernas de Aurora Bosch marcan las seis en punto. En el lenguaje del ballet, a ese paso le denominan «penché», y a sus 75 años de edad aún lo ejecuta como toda una profesional.
Todavía la maestra calienta su cuerpo ante cada clase, con disciplina rigurosa. Al elogio del penché que acaba de hacer con una mano en la barra responde: «Si quiere, puedo soltarme y aguantar la pose».
Asalta mi mente la imagen de la misma bailarina en la coda de El cisne negro, cuando en acto de seducción se lanza hacia el príncipe Sigfrido, como si pudiera alzar el vuelo, y este la contiene en el aire. La Bosch le robaba el aliento a más de uno en esa escena donde lucía dispuesta a todo para convertirse en reina. Por eso no le creo cuando me revela que le tenía miedo a las cargadas, aunque en la referida «resulta fácil», a su juicio.
Nadie que la haya visto concuerda con la artista en este detalle y, sin dudas, fue una buena actriz: nos convenció a todos de que era valiente y temperamental como la Myrtha, reina de las Willis, del ballet Giselle, que le valiera —además de convertirse en leyenda y referente— el Premio Ana Pávlova de la Universidad de la Danza y el Premio Especial de los Críticos y Escritores de Danza de Francia en el IV Festival Internacional de Danza de París, en 1966. Acababa de ganar la medalla de oro en el Concurso de Varna, Bulgaria, de ese año, y aún no era primera bailarina. La categoría la obtuvo en 1967.
Artísticamente, Aurora nació y se desarrolló bajo la égida de los fundadores del hoy Ballet Nacional de Cuba (BNC): Alicia, Fernando (1914-2013) y Alberto Alonso (1917-2007).
«Cada uno de ellos tiene su mérito personal en la historia: Alicia en la interpretación, Fernando en la pedagogía y Alberto fue clave en la creación coreográfica. En mi tesis de Doctorado así lo reflejé. Ese triángulo exhibió una característica muy particular: la del nacimiento de una escuela de ballet con sus propias características. Y a mí en lo personal me picó el bichito, como digo yo, porque pese a ser una niña, en la Academia Alicia Alonso se me encendió la pasión por la danza».
Para fortuna de las generaciones actuales de artistas, la maestra mantiene la voluntad de hierro que la llevó a la cúspide del arte en su país, a integrar una élite bautizada por el gran crítico inglés Arnold Haskell como «las cuatro joyas del ballet cubano».
Invitada recientemente a los festejos por los cincuenta años del Ballet de Camagüey (BC), la Bosch se emocionó ante un nuevo monumento que develaron en la sede de la compañía en memoria de la fundadora Vicentina de la Torre y de Fernando Alonso, quien fuera director de esa institución de 1975 a 1992. Allí mismo, en sus clases y ensayos, ella recordó numerosas correcciones e ideas del Maestro de maestros. «Era portador de una ética y una disciplina que supo transmitir. Era como un escultor con la arcilla, nosotras éramos su arcilla».
La Bosch valora como esencial para su carrera haber tenido una disciplina doble: la de su hogar y la de la profesión.
De la etapa inicial, un hecho la conecta con Camagüey, esa ciudad situada a unos quinientos kilómetros de su Habana natal. En la Academia Alicia Alonso se vendían cursos de verano que no entraban dentro de las becas, y Aurora no podía costeárselos. La secretaria de la institución la llamaba para decirle que los tomara y ella la evadía con excusas porque le daba vergüenza contar la verdad. Entonces, la señora le explicó que una persona anónima se los estaba pagando. Gracias a esto, la niña pudo aprovechar cada oferta de aprendizaje y solo al cabo de los años supo que esa persona había sido su compañera Vicentina de la Torre, quien fundó el Ballet de Camagüey en 1967 y la escuela de ese arte en la provincia. «Vicentina adoraba el ballet. Era mayor que yo en edad, pero nos veíamos mucho en los ensayos y pasillos. Recuerdo que en una función de fin de curso coincidí con ella en un montaje de una obra sobre Las estaciones, de Vivaldi. Nosotras hacíamos la escena del invierno. Fue una época en la que aprendíamos constantemente de disciplina y ética, del comportamiento respetuoso con los que lo rodeaban a uno».
Modales finos y tono de voz bajo, un modelo de educación. La joya no olvida sus orígenes humildes. Su abuelita encontró en un periódico de 1950 un anuncio de treinta becas para niñas pobres de escuelas públicas. La nieta optó por uno de esos puestos y ganó. Sabe que no tenía todas las condiciones físicas, pero la firme determinación de trabajar todas las aptitudes dio frutos. Su maestro Fernando no confió en vano en su Aurorita, como siempre la llamó. «Del ballet siempre me atrajo todo, ni siquiera con mis lesiones de rodilla dejó de atraerme».
Ahora, la Bosch ilumina con su sabiduría a otros. Soy testigo de cómo en su mano una sílfide gana en etereidad. La profesora sugiere un modo distinto de ejecutar un movimiento y al instante la artista se transforma en un ángel. «Dibujando el aire», sugiere cuando marca un relevé lent. Así trabaja ella, inyectando sensaciones e invitando a bailar con la música.
La primera vez que Fernando Alonso le propuso enseñar, tenía 15 años, pero su amor por el ballet era ya gigante. Empezó en la sucursal de la Academia de Ballet Alicia Alonso en el reparto Kholy, con niñas pequeñitas, y la pedagogía la flechó. Distintas academias y compañías de Europa y América le han abierto sus puertas a la maestra para aprehender sus conocimientos y reflexiones lúcidas sobre el desenvolvimiento técnico e interpretativo de acuerdo a las obras, los estilos y las condiciones específicas de cada bailarín.
Lejos del imaginario popular, un salto no garantiza el vuelo. Aurora Bosch no necesita elevarse, como cuando encarnaba a la reina de las willis, para demostrar que el arte es una construcción desde adentro y que domina muy bien los secretos de la física y la metodología de la escuela cubana de ballet. Lo demuestra sin palabras, sin ostentaciones, sobre el escenario del Teatro Principal de Camagüey.
A unos metros, los músicos afinan instrumentos de cuerda y viento, emerge una melodía y Aurora no se resiste a la composición de Chopin elegida por Mijaíl Fokin para montar Las sílfides. Marca algunos movimientos de la coreografía que antes bailó, como si no pudiera evitarlo, como si la instaran los mismísimos espíritus de la naturaleza.