Escuché una vez a un escritor latinoamericano narrar el hipotético origen prehistórico de la literatura: el día en que, al amparo de la hoguera, uno de los guerreros de la tribu relató la cacería y, entre uno y otro hecho reales, puso injertos de su imaginación. Por entonces, quizá, nació el sombrero o la idea del sombrero: la primera vez que un hombre sintió la urgencia de proteger del sol sus ojos y descubrió, para siempre, que el simple hecho de extender la palma de su mano a lo largo de la frente aliviaba a los ojos del doloroso resplandor y, muy importante, afilaba su vista en la lejanía. Por supuesto que al principio no eran sombreros en la forma en que los conocemos hoy, sino más bien una especie de «tocado», desde envolturas de tela o turbantes hasta tímidos casquetes de cuero, tiaras, birretes, gorros cónicos… Así, como «idea», el sombrero estuvo presente en Mesopotamia, Egipto, Grecia, Roma… Como realidad concreta, objeto definido y que ya nunca abandonaría a la humanidad, nació alrededor del siglo XIV, y se vieron en las cortes europeas aquellos «rascacielos» de sombreros, ahogados de adornos y polvo, aunque se hacían más simples, igual de creativos y sobre todo más perdurables, y trascendentes, en ambientes más sobrios, cercanos a la naturaleza y a la supervivencia. Así se transitó un largo período hasta el siglo XX, con clásicos como el tricornio, el sombrero de copa y el bombín. Desde entonces, diverso en formas y materiales, el sombrero acompañará a estereotipos y personajes –en el cine, en la literatura y en la realidad– como Charlot, el pistolero del Oeste americano, el gangster de la Ley Seca, el charro mexicano, el guerrero de la independencia latinoamericana, Indiana Jones, el llanero venezolano (Doña Bárbara y Santos Luzardo) o el gaucho de la Pampa, la femme fatale al estilo de Demonios bajo el sol o las provocadoras modelos de Givenchy, Pierre Cardin y Dior. Ahora que cada vez se ve a más famosos usarlo dentro y fuero del plató, desde Brad Pitt hasta Eminem, pasando por Angelina Jolie, Scarlett Johansson y Penélope Cruz, algunos dicen que el sombrero se ha puesto otra vez de moda. En honor a la verdad, a la historia y la dignidad del sombrero, quizá sería más exacto decir que algunos, allá por el Olimpo del alto diseño y los talleres que definen tendencias, lo perdieron de vista por un tiempo y acaban de «redescubrirlo». Porque el sombrero siempre estuvo ahí, sembrado en nuestra vida diaria, enormemente práctico y oportunamente estético. El Panamá, que se hace lo mismo en Becal (Campeche, México) que en Cuenca (Ecuador); el hermoso Vueltiao colombiano, de gran carácter y lucimiento, o los de palma y otras fibras vegetales que se elaboran con disímiles diseños y técnicas, lo mismo en Cuba que en Perú y en Centroamérica. Por supuesto, sin que se olviden los de fieltro, pieles, telas y hasta sintéticos. Dicen que la calidad de un auténtico Panamá se mide arrugándole y haciéndole pasar a través de un anillo, para luego soltarlo y dejarle recobrar su forma original sin la menor señal ni daño alguno. Es casi magia, como magia hace el propio sombrero, más allá del escenario del ilusionista. Fíjese cómo sirve a las manos en momentos de embarazo o salta por los aires expresando accesos de euforia; cómo proclama gallardías o pone una sutil elegancia al coronar las curvas femeninas; cómo atiza el ojo del deseo cuando se ladea el cuello y aparecen, bajo sus alas, unos labios; cómo oculta o revela, para hacerse «portero» del juego erótico y el romance. Cómo aleja el sol, cómo ayuda a los ojos a afinarse en la distancia…

Diverso en formas y materiales, el sombrero ha acompañado a lo largo de los tiempos a estereotipos y personajes, desde reyes hasta famosos actores de Hollywood