La Habana
Como un aviso anticipado de su destino de ciudad para todos, de puertas y brazos abiertos, antes de establecerse en su emplazamiento actual, La Habana se fundó junto al río Mayabeque en 1514 por la voluntad de un grupo de familias de orígenes tan inciertos y lejanos, que incluso hasta después de ordenarse el villorrio siguieron siendo ciudadanos de ningún lugar.
Es verdad que una buena parte de aquellos individuos se decía oriunda de los reinos que al unirse dieron paso a la nueva España; pero el maridaje de sus distantes o no tan distantes antepasados célticos, romanos, visigodos y hasta moros, formó una amalgama de costumbres, lenguas, tradiciones y razas que comenzó desde entonces a perfilar milímetro a milímetro los ribetes de la idiosincrasia habanera. La Habana nació decidida y segura, con ansias de ser y emprender. La costa sur le quedó chiquita y en 1519 se mudó junto a la formidable bahía de bolsa que le abrió la ruta atlántica y le regaló a sus velas marinas, el favor de los vientos alisios. Entre aquellos señores del viejo cabildo a alguien se le ocurrió que después de las oraciones de misa sus manos industriosas podían moldear el barro para producir elementos de construcción, otro optó por instalar un atracadero al que pudieran arrimarse las pesadas carabelas o las ágiles galeras llegadas de allende los mares; y mientras el tiempo pasó, un tercero vio la posibilidad del próspero mercado en la agricultura, la cría de ganado, la producción de mieles o azúcar de caña… y cierto adicto a la nicotina del sorullo de tabaco, tuvo la idea de armar un taller para torcer la hoja de la aromática planta, con mejor acabado y mayor valor. A la par que los oficios, comenzaron a desarrollarse las industrias; y la ciudad creció, se hizo autónoma económicamente y su nombre antes desconocido, empezó a pronunciarse en todo el mundo. La mixtura con negros llegados del África le dio ímpetu, carácter, ritmo… y una porción de sangre asiática la armó de sabiduría y de persistencia. Decía el sabio cubano Don Fernando Ortiz que la cultura cubana es una especie de ajiaco en el que la mezcla de diversos componentes dio como resultado un producto diferente de sus orígenes. Más allá de las fronteras de esa Habana que se devela día a día en el rescate de lo patrimonial y de lo amado, el Vedado y sus edificios mucho más altos que los del resto de la ciudad –vedado en tiempos de la ciudad intramuros, de donde le viene el nombre–, continúa latiendo como el corazón de la capital, donde se despliegan la actividad de los principales Ministerios y del Palacio de Gobierno. Miramar, es otro barrio imprescindible. Una inyección de capital invertido en los años cincuenta en los sectores inmobiliario y hotelero, fundamentalmente, le convirtieron hasta nuestros días en paradigma de urbanización moderna y bien pensada. La capital cubana tiene poco más de dos millones de habitantes, de los cuales menos de la mitad son legítimos habaneros; pero esa diferencia sólo se pone de manifiesto en los campeonatos nacionales de pelota, el deporte nacional, cuando los parciales del equipo local «Industriales» hacen temblar los estadios o las casas en cada partido decisivo, provocando discusiones de altos decibeles entre padres e hijos, marido y mujer, yernos y suegros o entre vecinos. Como regla, la rivalidad acaba amigablemente saboreando una tacita de café, o con un brindis por el éxito del nuevo monarca. Y es que La Habana es así: cosmopolita, bullanguera, hospitalaria, confiada, franca. Tal vez pocas ciudades en el mundo puedan preciarse de la seguridad con que camina el visitante por las calles de la capital cubana, donde quizá no encuentre un amigo en cada persona con quien tropieza, pero sí hospitalidad y muchísima gente presta a ayudarle, si fuera necesario. Un amigo extranjero me decía una vez «para mí lo más curioso de La Habana consiste en la paradoja de ser una ciudad en la que se carece de mucho, y al mismo tiempo todo puede estar también al alcance de la mano». Y en alguna medida es verdad. Por ejemplo, puede haber escasez de cierto medicamento en una farmacia, pero no hay un enfermo que no tenga un excelente médico a disposición, ni un hospital bien equipado donde atenderse. La cultura es otro rasgo distintivo de la capital cubana. Su producción dramática es inagotable, funcionan en ella decenas de museos y salas de teatro, que la hacen un rico universo para la espiritualidad y el fomento de la inteligencia, junto a institutos, centros de investigación y universidades. Sus recursos humanos, por cierto, son una apreciada ventaja para el turismo MICE en la ciudad, más allá de sus excelentes hoteles, las infraestructuras disponibles para el sector turístico y las inmejorables condiciones de su Palacio de Convenciones y otros espacios afines. Por más tener, La Habana posee una línea de playas camino al este como pocas ciudades del planeta tienen el privilegio de poder disfrutar con trasladarse apenas unos minutos. Ciudad de asombros, de amistad pronta y presta, de hechizos y esmeros, de trabajo y de estudios, de ardientes días soleados y de noches muy especiales en el Parisién, Tropicana, el Malecón, incluso donde quiera. Ciudad de gente llana y humilde, de mitos conservados en las tradiciones sincréticas, de artes y de letras, de plástica, música y danzas elevados a la cumbre por la genialidad universal de José Martí, Lezama Lima, Alejo Carpentier, Wilfredo Lam, Ernesto Lecuona, Tomás Gutiérrez Alea y Alicia Alonso, La Habana es siempre mucho más de lo que los ojos logran ver.
Entonces La Habana se hizo seductora, una ciudad noble y ordenada, apetecida, venerada, ganó en lustres y encantos para convertirse en una de las urbes más atractivas del planeta. Hoy los trabajos dirigidos por la Oficina del Historiador de la Ciudad, se empeñan en mantener viva esa herencia y gracias a ello, la Habana Vieja, el núcleo fundacional, declarado por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad, sigue develando con elocuencia cómo las artes de la carpintería, la cerámica, la escultura, la decoración y la arquitectura, alcanzaron en esta ciudad registros de los más altos en toda América.
La Habana es un enorme baúl de sorpresas y por eso siempre regala al visitante una especie de largo viaje a través de todas las sensaciones humanas, sin horarios ni itinerarios prefijados.
Esta es una ciudad que parece existir para todos como una forma de dicha humana, pues en ella se respira la promesa de una vida mejor y es fácil sentirse inundado por una profunda sensación de felicidad.