Alejandro Hartmann el primado
Palabras del director de la Oficina del Historiador de La Habana, Eusebio Leal, en la ceremonia de entrega de la Encomienda de la Orden del Mérito Civil de España al Historiador de Baracoa, Alejandro Hartmann Matos, en la sede diplomática de ese país en La Habana, en junio de 2011.
En una oportunidad, en el frío de la mañana, en Cáceres, cerca del Puente Romano, en un templo dañado por las guerras y por otros acontecimientos y avatares de la historia, descubrí una tumba casi olvidada. Allí estaban los títulos del Comendador de Lares, bahilio de la Orden y al mismo tiempo gobernador de Santo Domingo, Nicolás de Obando. El Comendador decidió en su momento que viniese aquel grupo que tratase de conquistar los países de Sebastián de Ocampo, que había realizado el bojeo de la isla de Cuba y llegado con nave desarbolada al puerto que llamó de Carenas, en La Habana. Se echaba por tierra una extraña afirmación, hecha bajo juramento de Cristóbal Colón en el último instante en que estuvo cerca de las costas de Cuba, por la parte del Sur, y afirmó, no ya como en la hora primera que era de lo más hermoso que ojos humanos hubiesen visto, sino tierra como inhóspita y deshabitada. Y fue precisamente después de que el bojeo demostró la insularidad de Cuba y el misterio de toda aquella cayería que la rodeaba, que se decidió que empezase la labor de colonizar y redescubrir la Isla por España, y que esto se encomendase a Diego de Velázquez y a otros señores que, procedentes de distintos lugares del Sur, pero bajo la bandera castellana, pusieron pie en el extremo oriental de Cuba. Poco después nacería, hace 500 años, la primera Villa, llamada bajo el título glorioso de Nuestra Señora de la Asunción, en tierras indias de Baracoa. Hace unas pocas horas, estando a miles de kilómetros de aquí, en la Asunción, pero del Paraguay, pensaba en ti, recordando que al visitar la Catedral de aquella capital evocaba a Baracoa, y la primera vez en que me mostraste la Cruz de la Parra, protegida por aquellos cantones que Raquel Carrera demostraría años después, científicamente, que procedía de árboles, y del tiempo, y del día y de la hora en que el Almirante plantó cruces en distintos lugares de Cuba, y esta sería la cruz de la conquista y de la evangelización. Recordaba también que te había conocido en Baracoa cuando, con la vergüenza de haber pisado latitudes muy distantes, no conocía los riesgos del paso por tierra hasta Baracoa. Me quedé maravillado con los árboles jamás imaginados, con helechos infinitos en un determinado punto; seguí, por consejos de nuestro recordado amigo, Antonio Núñez Jiménez, observando aquella costa tan singular, penetrando hasta el faro donde un farero español, gallego de grandes bigotes, con su mujer casi indígena y sus hijos, era el guardián del faro como el viejo Machado, gallego también, lo era del faro de La Habana, gran cíclope de nuestra ciudad. Fui a buscar allí a don Abigaíl Lares, que protegía el lugar indígena, precioso, situado cerca del punto al que me dirigía, y finalmente pasé por lo que se llama El Paso de los Alemanes. Me enseñaron unas pinturas prístinas que existían entonces en una cueva aún no tocada, y finalmente llegamos al castillo donde tú estabas. Éramos muy jóvenes y tú, más joven todavía. Organizaste un plan increíble. Me montaste en una canoa y me llevaste por el río, y fue la primera vez que vi algunos de los grandes ríos de Cuba, el Toa, las ranas. Íbamos subiendo por el río y venía la gente descendiendo, trayendo plátanos, y maderas, y cocos, y maravillas, y tú me explicabas cómo este viaje conmigo era uno de los tantos infinitos que te habían llevado a explicar la historia de Baracoa y de Cuba, la historia del arte y la cultura en las comunidades campesinas. Cuando regresamos, me diste a comer las cosas que jamás había imaginado: el bacán de Baracoa; una rareza que se llama Tetí y que todavía no he encontrado nada parecido, ni siquiera con tanta gula buscaba angula –que debe venir de ahí, angula–, se parecen mucho pero más pequeña, quizás un poco al bianquetti que se pesca en Génova. Lo cierto es que me llevaste a la casa de las familias, donde la gente lo tenían guardado, y después llegamos sobre un puente de madera que ya no existe, y vi el abra del Yumurí, que es uno de los lugares más bellos del país, y me entregaron bolsas con Tetí seco, como camarón, y al mismo tiempo las familias venían y tú, prácticamente, les ordenabas que me entregasen la prenda suprema de la hospitalidad baracoana: una bola de cacao. Érase el señor del Cacao y del Tetí; el Comendador del río; el señor de la fortaleza de Matachín, su castellano; y era, además, el defensor de una aldea con una cruz de una Catedral que ya no existe; un cuidador de la memoria del pueblo indígena, autóctono. Me llevaste a la orilla del Duaba, donde una vez desembarcó Maceo ante el espectáculo extraordinario del Yunque, que Colón creyó pirámide trunca y más obra humana que de la naturaleza. Y a partir de ahí nos hicimos amigos, y han pasado siglos y a cada alguien que llega de Baracoa, le pregunto lo mismo: ¿Me ha mandado por casualidad, mi amigo, algún cucurucho que valga la pena? Y siempre llega un emisario trayéndome un cucurucho, extraña mezcla de frutas y de miel de abejas, y recuerdo nuestra gran amistad. Siempre he dicho, y lo reitero hoy, que tú eres el primero, porque eres el más original. Ahora que España –cinco siglos después–, su Majestad, el Rey, reconoce en ti las virtudes que Cuba te ha reconocido, que son virtudes heroicas por el espacio en que lo has hecho, y cuando llegas con la obra plena de tus manos a presentarla al pueblo de Baracoa; cuando después de Santo Domingo, de La Española, son estas y es esta la primera ciudad fundada en suelo de Cuba y de América, me alegro mucho de que me hayas permitido el honor de decir estas palabras en la casa de España. Gracias Comendador por tu amistad. Gracias por tu eterna juventud, y gracias a ti, embajador, que con tanta delicadeza y con tanto tacto, y con tanta sencillez llevas a cabo el menester de hacer puentes. Eso lo aprendí allí, cuando me detuve ante el Puente Romano, cerca de Cáceres. ¡Qué obra colosal! ¡Qué maravilla ser un pontífice! ¡Levantar puentes sobre los barrancos y los abismos, y pasar a la otra orilla! Hoy, también hemos pasado.
Alejandro Hartmann Matos Nació el 30 de Marzo de 1946 en Baracoa, Cuba. Licenciado en Literatura y Español en el Instituto Pedagógico Superior Enrique José Varona de la Universidad de La Habana. Máster en Promoción Cultural. Ha dedicado más de tres décadas a la investigación histórica de la Ciudad Primada, de la cual es su Historiador y director del Museo Municipal Matachín. Presidente del comité municipal de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba y delegado de la Fundación Núñez Jiménez de la Naturaleza y el Hombre. Es miembro de la Unión de Historiadores de Cuba y de la Sociedad Espeleológica de Cuba. Ha participado en investigaciones etnográficas y espeleo-arqueológicas con las universidades de Oriente y La Habana (Cuba), la Cornell University (EE.UU.), la Universidad de Bologna (Italia), la Academia de Ciencias de Cuba y el Ministerio de Cultura en la Isla. Fue miembro de las expediciones En canoa del Amazonas al Caribe (II parte), en 1988, y Por la ruta de Hatuey, Santo Domingo-Baracoa, en 1992. Ha viajado a Bélgica, Alemania, Luxemburgo, Rusia, Estonia, ex Checoslovaquia, República Dominicana, Bahamas, Estados Unidos, Francia, España, Italia y Suiza, donde ha impartido conferencias y recibido cursos de distintas especialidades. Posee la Distinción por la Cultura Nacional. En mayo de 2011 recibió la Encomienda de la Orden del Mérito Civil de España, concedida por el rey Juan Carlos II.