Balsas y cayucas todavía constituyen, como en los tiempos precolombinos, el medio de transporte por excelencia para los campesinos que viven en las márgenes del río Toa, el más caudaloso de Cuba.

Como parte del ritual cotidiano, cada mañana en buena parte de los hogares baracoesos –tiene este municipio de Guantánamo 80 mil habitantes, mitad en la ciudad y mitad en las montañas–, se escucha La Voz del Toa, la emisora de radio local que a temprana hora pone a disposición de sus oyentes una revista de facilitación con disímiles mensajes y encargos para quienes viven en las zonas más intrincadas, como los alrededores del Toa. «¡Atención a la compañera Betania, la promotora cultural del Naranjo del Toa! De parte de Alejandro Hartmann, el historiador de la ciudad, que por favor lo espere a las 8:00 de la mañana en La Perrera, para trasladarse junto con los periodistas hasta la comunidad del Naranjo. Avisar también al cayuquero, para que tenga lista la embarcación a la hora señalada.» A unos 14 kilómetros de la ciudad, loma arriba, el paisaje luce virgen, inmaculado. Por una parte, el río sinuoso adornado con una amplísima gama de verdes y ocres, propios de la vegetación que le rodea; del lado opuesto, los cafetos y cacaoteros se confunden entre un sinnúmero de especies maderables que protegen el entorno con abundante sombra. Allí estaba Betania, puntual y solícita, para acompañar al equipo por un camino empedrado y estrecho hasta la orilla del río. A lo lejos, la cayuca y su timonel se acercaban. La travesía, tomaría cerca de dos horas. A bordo de La Niña (nombre alusivo a una de las carabelas de Colón), Elvis Labañino nos hizo saber el reto que le impuso la vida al lado de su padre, cuando desde los cuatro años se vio montado en la misma embarcación cruzando el río. Le llaman cayuca al antiguo cayuco: canoa en un solo tronco, de fondo plano, con proa aguda y popa ancha. Es el principal medio de transporte en la zona, pero apenas quedan tres de las 18 con que contaban hace unos años. Emprendimos el viaje, río arriba, como si estuviéramos en una de las inverosímiles aventuras de Indiana Jones. Por tramos, los rápidos o chorreras, como les llama Elvis, le obligan a bajar y quitar las piedras del fondo para hacer un canal navegable. Cada uno tiene su nombre y sus peligros, sobre todo cuando una piedra golpea el fondo y el bote hace aguas. La cayuca es al río como el automóvil a la carretera, cada uno tiene sus reglas. Si en un auto no debe sacarse el antebrazo fuera de la ventanilla, en una cayuca los pasajeros no deben sacar sus piernas fuera de borda… porque la «vaivenea»; así llama el cayuquero al desequilibrio que provoca semejante imprudencia. La corriente del Toa se torna furiosa en determinados trayectos, aunque a veces sorprende la quietud y transparencia absoluta de sus aguas, a tal punto que se aprecia la hondura de su cauce, temible para quienes por vez primera experimentan el lance. Sentados en el fondo de La Niña, como buenos descubridores, admiramos a Elvis «palanqueando» con la extensa vara que impulsa y guía la embarcación. Entre distanciados tirones nos explicó que, en realidad, el bote requiere de dos timoneles, uno en la proa y otro en la popa, este último encargado de mantener la dirección, el equilibrio y el acomodo de la carga. A propósito del tema, supimos también que la cayuca admite una tonelada como peso máximo de transportación, trasladando –según el cliente– desde productos del agro cosechados en la zona (coco, guineo, ñame, aguacate y malanga) hasta animales de corral, equipos electrodomésticos y muebles diversos; un servicio opcional que apenas depende de la disponibilidad del cayuquero quien, no pocas veces, debe palanquear seis horas sin descanso pero sin apuros, asimilando el río y poniéndole fuerza sólo donde se requiera, con paciencia y sabiduría. No por casualidad, Elvis conoce al detalle cada secreto del Toa, desde Arroyo Largo hasta La Boca. Asegura que el río es navegable un poco más allá, aunque se hace imprescindible sacar la embarcación del agua y subirla por encima de un salto de dos metros, que exhibe Arroyo Alto. Con 38 años de vida, el intrépido timonel ha logrado «repasar» (reparar) su propia embarcación, oficio aprendido del legendario constructor Rafael Suárez, de quien posee hoy algunos instrumentos de trabajo para seguir sus pasos e impedir la desaparición de ese ícono territorial que es la cayuca. Por si fuera poco, alterna su oficio de navegante con el de operador de una mini-hidroeléctrica que, desde 1986, brinda servicio a unos 118 habitantes de las comunidades del Naranjo y del Junco; electricidad estable y no contaminante, producida por una planta de fabricación cubana y un generador chino, manipulada por dos técnicos en 13 horas diarias, sin contar las horas extras en días festivos. Para mantener la tradición familiar, el cayuquero involucró en su oficio a sus dos únicos hijos: un varón de 13 años y una hembra de 11, diestros ya en la manipulación de la canoa para orgullo añadido de la comunidad donde habitan. Entre anécdotas y comentarios, a lo lejos divisamos por fin a un grupo de niños y adolescentes retozando en el agua fría y cristalina que baja de las montañas; y en una pequeña ensenada, la típica balsa de bambú que utilizan los lugareños para cruzar el río y acortar tiempos y distancias. Nuestro principal anfitrión, Alejandro Hartmann, nos indica –al pisar la orilla– que hemos llegado a la esencia profunda de la cultura cubana, sitio imprescindible para Baracoa no solo por sus bellezas naturales sino por su flora y fauna endémicas, y una amplísima biodiversidad que es parte indisoluble del paisaje y de la historia locales. Es allí donde se encuentran aún las tradiciones más puras, conservadas gracias a la oralidad transmitida de una generación a otra. El Naranjo del Toa, al decir de Hartmann, es un lugar bendecido doblemente por la naturaleza y la Revolución. Sitio referencial para el científico cubano Antonio Núñez Jiménez (1923-1998), quien compartió con la familia Paján y anduvo aquellos parajes –en la década de 1980– en busca del almiquí y del antepasado aborigen; un mundo ajeno al bullicio y la codicia, donde niños sanos y sonrientes estudian en una escuela rural, poseedora de un panel solar que tributa electricidad para el televisor y las computadoras que utilizan discípulos y docentes. Cerca de la comunidad del Naranjo, la finca Fruta del Pan, conocida hoy como la Finca de Engracia Blet, primera campesina en Cuba que recibió el título de propiedad de la tierra, el 30 de noviembre de 1959, firmado por Fidel Castro tras aprobar la Primera Ley de Reforma Agraria. A raíz de aquella memorable fecha, expresaría el líder revolucionario: «Empezamos a dar la tierra a los campesinos por donde mismo empezaron a quitársela los conquistadores a los indios, por Baracoa».