Soy un pedazo de infinito yendo y viniendo, un universo biológico de aquí para allá desde que tengo recuerdos. Fue mi mamá la que buscando sitios mejores para mí, con sus 18 añitos y siendo madre soltera, me acostumbró a no acostumbrarme a ningún sitio. A los 18 años mi sangre nómada me despertó y me fui por derroteros, buscando un oficio, inseguro de mi vocación, durante tres años. Pero un día, la casualidad y el consejo de un amigo me llevaron a presentarme para una beca en Cuba.
Cuando era adolescente, con el torbellino guevariano en la cabeza, había soñado con conocer la Isla. Me había puesto un plazo para ir: un par de años después de tener un trabajo estable, haber ahorrado, quizás familia, y todos esos caminos por los que se supone que uno debe pasar en la vida. Pero no fue así, el puente que la vida tendió con su movimiento me ahorró años y me acercó a un sueño que parecía una estrella distante. Allí estudié Medicina, pero en paralelo cohabitaba en mí otra carrera más poderosa: la del arte y el viaje. La música de la Isla, el amor y los amigos conformaron un esqueleto sólido que he ido rellenando después con el imaginario de viajes posteriores.
Después de siete años en Cuba, y una breve estancia en México (los remolinos del amor), volví a Bolivia para culminar mis estudios en Guarayos, tierra de pueblos originarios en el oriente boliviano. De vuelta a Cochabamba, mis hermanos habían crecido, mis padres habían cambiado, pero eran los mismos. En cambio yo, iba cambiando de ideas constantemente, creciendo de sueños. Testigo de algunas realidades, y colgado el título en la pared, quería ver qué había más allá. Así que un día salí en busca de ello con una mochila, una guitarra, un amigo (otros que se unieron después) y cuarenta dólares. Pasamos por Perú, Ecuador y Colombia, donde me quedé a vivir unos dos años.
Volví a Bolivia a presentar mis canciones y me quedé un par de meses acompañando a mis padres. Pero otro repentino viaje me llevó hasta el sur del sur, y así llegué a Chile. En Santiago conocí a mi compañera, otra viajera incurable con quien he tenido itinerarios más organizados, viajando a sitios como Brasil, Uruguay, Argentina, Costa Rica y Bolivia. Finalmente he cruzado el charco y ahora vivo en Madrid. Europa traerá más maravillas por descubrir.
Al viajar me fui despojando de líneas fronterizas, de arraigos, del acento, de aquello que heredamos, de lo que cubre los ojos y no deja ver al otro. Creo que reconocerse en lo desconocido es ver que no somos tan distintos, que nuestros anhelos viajan por el mismo curso, que hay una voz parecida, a pesar de los idiomas, y que no es el paisaje, por majestuoso que sea, lo que perdura, sino una mirada que bien pudiera ser la nuestra, soñando y esperando lo mismo.