La Paz, ciudad del cielo: así rezan los carteles que venden como destino la capital boliviana. Así dicen las estampillas en colores y con la misma tipografía, que recuerda por toda la ciudad americana que estás en la urbe más alta del mundo. Y lo sabes antes de aterrizar, el avión nunca desciende lo mismo que levantó, le faltan cuatro mil metros, pero allá arriba se queda. El avión, su tripulación, los visitantes y sus más de setecientos cincuenta mil habitantes. Pero a pesar de los carteles, las estampillas de colores y los anuncios anticipados de altitud nada se compara con lo que te espera en La Paz.
Para empezar, una ciudad a medio terminar… al menos esa es la primera impresión. Bajando al centro desde El Alto se puede uno percatar de que cada casa, establecimiento, mercado, iglesia, edificio, salvo contadas excepciones, tiene una pared de ladrillos que carece del detalle final. Del acabado estético de la obra, de pintura, revestimiento, macilla… lo que sea, pero le falta. Y claro, parece entonces, por unanimidad, una ciudad a medias. Color arcilla por doquier uniforma el tono. Desde lo alto se ve, desde lo bajo resalta. Varias son las teorías, los más dicen que tiene que ver con antiguas disposiciones sobre el pago de impuestos. Si la casa no se ha terminado, pues no se paga. Y así parece ha quedado en el imaginario popular, regalando a la vista una metrópolis diferente. Tan diferente que otra disposición legal prohíbe la construcción de dos edificios idénticos. Es por eso que además no impera estilo arquitectónico alguno. Múltiple y heterogéneo es este espacio de tierra que se le ha robado a las nubes.
Colorida a más no poder, La Paz guarda en cada esquina un grafiti. No cualquier grafiti. Temáticas relacionadas con el empoderamiento de la mujer en el continente y el propio país, la resistencia de la lucha indígena, la salvaguarda de los principales valores culturales que define a Bolivia como estado plurinacional, el amor propio como tierra mestiza… Son estas las miles de imágenes que anonadan en la ciudad. Edificios enteros, paredes, pasillos, callejones, portales y plazas se visten con los colores de una historia que se construye todavía hoy.
Y su gente. El paceño. Ya adaptados a la presión diferente que supone vivir a más de tres mil metros de altura, más que caminar, corren. Habitantes que se mueven al ritmo de una vida moderna, donde no impera el caos, y todavía encuentras a alguien sentado en un parque público dando gracias al tiempo, sabe Dios por qué. Orgullosas de sus raíces, cientos de mujeres visten trajes típicos de la región, y es muy común verles en juzgados, mesas electorales o en la propia televisión haciendo galas de sus atuendos. Vestidas así, también te sirven un té, venden una fruta o atienden en una recepción. Sombrero, pollera y manta, nada les detiene. Los hombres son más discretos en ese sentido, y aunque lleven en su alma el aimara o el quechua, les cuesta poco más vestir todo el andamiaje tradicional, ojalá no sea por vergüenza. Debe ser porque continúa Bolivia siendo una sociedad patriarcal, donde a pesar del avance, sobreviven rasgos machistas, y cada mujer se siente más poderosa si sus antepasados van con ellas en sus ropas.
La «ollada», así le llaman a la ciudad. Y literalmente lo parece. Su forma circular y escalonada da la sensación de que pudieras rodar desde El Alto —la parte que circunda la ciudad— hasta el mismísimo Paseo. Y en la noche, la más nublada, las luces se confunden con las estrellas. Paredes parecen alzarse a base de miles de puntos luminosos que se fusionan con el cielo. Al final no está tan distante, ¿no?
Calles con un tráfico convulso que te llevan a los más recónditos lugares. Vendutas interminables donde puedes comprar lo impensado. El mercado de las brujas, los comercios de comida, las esquinas que lo mismo ofrecen trajes para novias que zapatos artesanales, que frutos secos que pescados frescos. Ojo: pescados en un país que no tiene salida al mar. La inventiva humana, que no es poca en Bolivia. Calles que te llevan a las magníficas plazas que posee este pedazo de continente. El Montículo, la Plaza Abaroa, la Plaza España, la Plaza Mayor de San Francisco o la muy conocida y espectacular Plaza Murillo. Calles, en fin, que te trasiegan por los secretos de una ciudad divina, donde puedes tener cuatro climas diferentes en un día.
Y entonces, cuando llegas a La Paz, sientes que se te oprime el pecho, que el aire es más denso, que cuesta respirar y andar sus lares. Y culpan al mal de altura, al sorochi, a los cuatro mil metros y a todo lo demás… pero en realidad es otra cosa. Es la certeza de llegar a un lugar que por intuición sabes que vas a amar, que encanta hasta al pesimista, que conserva la nostalgia de un pasado robado por conquistadores y la fuerza de un futuro que se impone. Llegas a la ciudad del cielo y es imposible no sentir que estás un poco más lejos de las miserias humanas y más cerca del sol. Estás en La Paz, y el cuerpo y el alma lo saben, aunque aún no hayas visto los carteles.