La muestra de Lescay es acogida por el Memorial José Martí, en la Plaza de la Revolución.

Contrapunteo: no hallo mejor término para describir el diálogo que por estos días se establece entre Viaje perpetuo, la muestra personal del reconocido artista de la plástica Alberto Lescay, con el patrimonio simbólico que el Memorial José Martí atesora.
El más evidente contrapunto -ese «género dialogístico que lleva hasta el arte la dramática dialéctica de la vida», tan característico en la tradición folclórica de la mayor de las Antillas- se da entre las nueve pinturas -óleo, acrílico, mixta y carboncillo sobre lienzo- y las siete piezas volumétricas -esculturas en bronce, un boceto y una instalación documental-. O entre la más conocida faceta de escultor monumental y la de pintor. Urge aclarar que Lescay no es un escultor que pinta o un pintor que esculpe, aunque en sus lienzos se perciban profundidades y las texturas arañen la bidimensionalidad.
Con más combinatorias y salidas es el proceso contrapuntístico entre lo monumental figurativo de esculturas como Che (2013) y Pedro Sarría (2013), con el abstraccionismo figurativo de pinturas como Mambí (2013) y Bandera paisaje (2016). Las tensiones o equilibrios entre los cuadros y al interior de algunos de ellos, como en los lienzos Mirada (2016) y David (2017), impulsos que devienen en otro más profundo y anticolonial: los contrapunteos que en Viaje perpetuo se evidencian entre doña épica y don expresionismo.
Se sabe: el arte de historia, con su vertientes mitológicas y épicas, fue considerado por mucho tiempo el grand genre,
el más demandado en los encargos de mecenas e instituciones y el más premiado en los concursos académicos. Se caracteriza por expresar una interpretación realista de la vida -la preferida por los ricos- y transmitir un mensaje moral o intelectual. Podemos mencionar entre sus exponentes al francés Jacques-Louis David con El rapto de las sabinas y La muerte de Marat; el también galo Eugène Delacroix, con La matanza de Chios y La libertad guiando al pueblo, y al español Francisco de Goya con El dos de mayo de 1808 y El tres de mayo de 1808. Tiempo después, durante el triunfo de las vanguardias artísticas en el primer tercio del siglo xx, sufrió una minusvaloración prolongada, hasta la aparición de una de las más grandes pinturas de historia del siglo xx: el Guernica de Picasso, que, como las creaciones de Goya, forma parte de la gran tradición española de lo épico, aunque con un planteamiento digamos que anticlásico.
En contraste, el expresionismo suele expresar de forma más subjetiva la naturaleza y el ser humano, dando primacía a la expresión de los sentimientos más que a la descripción objetiva de la realidad. Como movimiento surge en Occidente como una reacción al estupor, la incertidumbre y el golpe moral que provocaron la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, deviniendo en formas de creación desgarradas, «variaciones de lo apocalíptico» -según Frank Kermode- en las que quedaba al lado el goce estético, tal y como antes se entendía; se operaba sin paradigmas o imágenes de referencia, tras desterrarse antiguos héroes y narraciones, y lo peor, se abandonaban o desvirtuaban los propósitos transformadores de las vanguardias previas a la guerra. En ese camino preponderan las búsquedas personales más que las colectivas, y se asume el arte no como la representación de la realidad donde convive el artista con los otros sujetos, sino la creación de una realidad «otra», personal y en muchos casos enajenada. Se hace central la materialidad del cuadro y el signo gráfico, el trazo, la mancha, la textura, dejando a un lado cualquier atisbo de simbolismo o función aleccionadora.
A propósito, el crítico de arte José Martí, evocado singularmente en tres de las piezas de Viaje perpetuo, calificó a Goya como uno de sus maestros y «de los pocos maestros padres». El español integró como pocos estos dos impulsos y Martí admiró sus épicos grabados sobre la ocupación francesa -con «los espantos de aquellos días de mayo»- tanto como su adelantado expresionismo, su «pintar agujeros por ojos» y «divertimentos feroces por rostros». Y, sobre todo, por bajar «envuelto en una capa oscura a las entrañas del mundo humano» y con los colores de ellas contar «el viaje a su vuelta».
Eso hace perpetuamente el nieto de mambí, nacido «el último día de Escorpión, a la mitad del siglo xx, en la punta de la loma de Martens, cerca de Santiago de Cuba». Viajar a sus vivencias más íntimas, a la microhistoria familiar para, a su retorno, compartirnos su honestidad lírica en un código nacional, conseguido desde la honradez, «que es la forma más modesta de la poesía» y «se llama heroísmo en la historia y genio en el arte», para seguir diciéndolo martianamente.
Por eso la presencia de los dos machetes de su abuelo mambí, enlazados y con una banderita cubana como resguardo, Artefactos que se llevó «cuando descubrió lo que significaban» y con los que dormían él y su abuela en el cuarto de
Palenque. Con un color, angulosidad y textura reiterados en muchas de las piezas. O la presencia de los bustos de Mariana Grajales y el Titán de Bronce, con quien de niño relacionaba a su abuela Elena y a su abuelo Jaime, como ha contado.
Joya de la combinación de contrastes es Retrato de mi abuelo (2005), una pequeña escultura donde una pata de caballo es tronco o pedestal de una energía contenida para ser heredada, lírica expresión del creador, pero retrato de todos los abuelos combatientes y extensible a todos los nietos de mambises, pieza que dialoga con el estilizado dibujo Dos Ríos (2014) y con Beso (2013), pintura expresionista en la que una mujer -se me antoja su abuela Elena- corona la cabecita de un niño que cabalga sobre sus muslos.
Este contrapunteo entre figuración-épica y abstraccionismo-expresionismo, se dio en Lescay desde la misma formación como escultor monumental en la entonces URSS. Ha contado el artista que durante sus seis años de estudios en la Academia Repin, como reacción ante el realismo socialista y temor a «la manera de los rusos de ver las cosas», se estableció «un plan paralelo» de formación. «Siempre hacía algo creativo, aunque fuera una hora», y bebía de las fuentes diversas que acumula el Hermitage de San Petersburgo, incluidas obras de artistas rusos con una impronta vanguardista y antiacademicista como Mijaíl Lariónov, Marc Chagall, Wassily Kandinsky y Kazimir Malevich.
Operatorias foráneas que el artista santiaguero fue aplatanando, adecuando a sus motivaciones íntimas y compromisos sociales. Transculturizando los códigos expresivos de Alberto Giacometti con la pasión por lo histórico de Armando García Menocal. Gestos intencionados, con brújulas y con referentes históricos y colectivos. De tal modo, el fundador de la Columna Juvenil de Escritores y Artistas de Oriente y de la Brigada Hermanos Saíz ha sabido integrar como pocos la representación del hecho o el personaje histórico con la representación de lo inmanente, lo espiritual y emotivo, las energías que producen y condicionan esos actos heroicos.
Porque ¿habría mejor representación de una tempestuosa y arrolladora carga al machete que la que esparce con acrílico en su Carga 1? ¿O mejor textura para una madre ceiba que los surcos que arropan a la Mariana de Santa Ifigenia? ¿Qué otra metáfora podría aquilatar la figura de Antonio Maceo sino la irrupción volcánica y ciclópea que preside la Plaza santiaguera?
Viaje perpetuo es también el roce y la permuta entre lo acumulado y lo accidental. Su discurso parte de la concomitancia de un viaje ocasional al Baracoa donde creció su abuelo mambí, y la solicitud de definir sus cincuenta años de vida profesional, lo que precipitó en Lescay un asombroso descubrimiento: toda su obra ha sido un Viaje a la semilla, un eterno aprendiz intentando pintar y esculpir a su abuelo.