Foto histórica, 1934, de interés para los cinéfilos en la que aparecen William Randolph Hearst (a la izquierda), Winston Churchill (centro) y el productor cinematográfico Louis B. Mayer.
Steven Spielberg
Jorge Perugorría
Benicio del Toro
Gerard Depardieu
Jeremy Irons
Robert De Niro
Matt Dillon

Desde los tiempos del cine mudo, el tabaco dejó verse en pantalla como acompañante de algunas de sus más grandes celebridades. Con la anuencia de guionistas y directores, el séptimo arte ha recreado la vida de músicos, pistoleros, escritores, presidentes, mafiosos, poetas, magnates o criminales a sueldo, que tuvieron en el Habano su más cercano aliado en ratos de meditación o como antídoto en momentos de soledad y terribles decepciones.

Se sabe que muchos de los actores que no tenían al Habano entre sus preferencias, a fuerza de refugiarse entre sus humos como recurso de relax antes de entrar en escena o por tenérsele incorporado en el guión como un toque distintivo para reforzar el papel de cierto personaje y completar su retrato histórico, se aficionaron a su aroma y sabor de tal modo, que terminaron por incorporarlo a su cotidianidad. Para muchas obras de cine guionistas y directores advirtieron en el tabaco un protagonista complementario, y los puros –dichos así: “Habanos”, en infinidad de escenas y bocadillos de este arte, han sido partícipes muy activos. El genial Charles Chaplin, a quien podía serle del todo indiferente el tabaco artesanal para saber qué hacer con el prodigio de sus manos, lo exhibió ante las cámaras más de una vez, convirtiéndose en uno de los primeros en hacerlo, si bien la hoja torcida nunca fue un elemento caracterizador de su personaje más famoso: Charlot, el cautivador vagabundo dotado de un corazón de oro. Groucho Marx gozó de mayor impacto como consumidor de Habanos. Tanto, que en la cinta Los hermanos Marx en el Oeste, producida en 1940, se hace difícil dilucidar si el humo de los disparos de las armas de fuego supera o queda por debajo del que expedía por su boca. Pero la magia del tabaco como porción casi integral de la fisonomía de los intérpretes, más que de las peculiaridades de los personajes interpretados, cobró una fuerza arrolladora en la naturaleza benévola de Edward G. Robinson, un pequeñín gordito con rostro de malvado bendecido por los ángeles de Hollywood. De manera contradictoria, y en correspondencia siempre con la real y paradójica particularidad de la industria cinematográfica californiana, por lo general los papeles de Robinson rezumaban odio, enemistad y criminales instintos de bajeza, males a los que él envolvía en el celofán de un ser de endiablado encanto que lo hacía dueño absoluto del set. Mientras daba vueltas a su puro con la mano izquierda y el encendedor en la derecha, para que el encendido fuera parejo, atisbaba de reojo, ladeando el rostro, el comportamiento de sus adversarios. Y parecía que sus pensamientos volaban con absoluta revelación en las volutas del humo que salía de su boca grande y de vil mohín. Al lado de Humphrey Bogart, quien dejaba caer frases fañosas a Lauren Bacall –su esposa en la vida real–, con el cigarrillo prendido de las comisuras, en Cayo Largo (1948), Edward G. Robinson con su Habano en ristre, a despecho de su maldad dramatúrgica y el temor patológico a los huracanes, se erigió en el verdadero amo del filme. Otro a quien resulta imposible desprender de la breva torcida para imprimir fuerza creativa a su obra de excelencia, lo fue el productor, director y actor estadounidense Orson Welles. Excesivamente grueso y cansado por la amargura del momento histórico requerido por la trama, sus labios parecen pedir a gritos el Habano que le es imprescindible, pero no factible, en el papel de Luis XVIII de Francia, cuando en la superproducción Waterloo, de 1970, dice, refiriéndose al mariscal Michel Ney: «Estos militares… ‹En una jaula de hierro› ¿Quién ha pedido tal cosa?». Welles habría sido el actor ideal para personificar a Sir Winston Churchill en caso de que se hubiera decidido hacer una película sobre la vida del histórico premier británico. Ambos de vientre abultado, cara ancha, cejas arqueadas, ceño fruncido, rostro duro y mirada de águila, tenían también en común el gusto por el Habano. Pero lo que no pudo hacer en Waterloo como Luis XVIII, lo asumió a su antojo en 1941, con El ciudadano Kane, una de las más grandes películas de todos los tiempos, según la crítica especializada. Co-escritor, director y actor del film en el rol del personaje principal, un zar de la prensa estadounidense inspirado en la personalidad de William Randolph Hearst, se asegura que Welles pasó muy malos ratos tras haber concluido la obra, por la arremetida que le dispensó el poderoso magnate de la comunicación, quien en su momento, fue el instigador de la participación y, finalmente, intervención directa del ejército norteamericano en la guerra que sostenían cubanos y españoles en la Isla. Jean Paul Belmondo, el carismático feo del cine francés, ídolo de grandes y pequeños en los años 60 y 70 del pasado siglo, con sus aventuras cargadas de escenas de acción, acrobacias y locuras salpicadas de humor (no permitía dobles, por lo que podía aspirar a récord en fracturas óseas de todo tipo), exhibió en la pantalla, en no pocas ocasiones, una peculiar manera de reír, hablar y hasta hacer de las suyas, sin desprenderse el Habano de los labios. Más esquivo, calculador, inconmovible como una piedra, de mirada dura y fría, y apretando con los dientes un mocho de tabaco que sobresale de sus labios inexpresivos, Clint Eastwood es otro de los grandes del cine que ha lucido en pantalla el apego a la hoja torcida. De la mano de Sergio Leone, se le recuerda en la caracterización de un pistolero a sueldo contratado para extirpar una banda de maleantes en Por un puñado de dólares, donde se le ve meditar en planes y estratagemas, puro en boca. De extensa producción e inevitable inclusión entre los verdaderamente imprescindibles del cine de suspense, Alfred Hitchcock, un empedernido consumidor de Habanos, se convirtió en cada una de sus películas en el personaje enigmático que hacía fugaces apariciones en pantalla para luego desaparecer. Dos de sus más recordados largometrajes, Psicosis y Vértigo, arrancaron gritos de terror a las mujeres en las salas de proyecciones, cuando veían caer a Kim Novak desde la torre, ante la inutilidad de James Stewart; o en los instantes en que Janet Leigh, toda mojada bajo la ducha, se espantaba con la presencia de Anthony Perkins vestido de mujer con un cuchillo de matarife en sus manos. En los rodajes, Hitchcock con todo el rigor de su calma profesional, sonreía de lo lindo mientras soltaba el humo de su Habano acompañante: el mismo que paseó fugazmente en algunas de sus misteriosas presentaciones relámpago en la escena. En un conmovedor retrato histórico sobre la vida del guerrillero argentino-cubano, Ernesto Che Guevara, el actor y director de origen boricua, Benicio del Toro, devela para las grandes masas a través de la pantalla, múltiples facetas del legendario revolucionario y entre ellas, su pasión por el Habano; mientras en filmes biográficos sobre Charles Dickens y Honorato de Balzac, Edouard Monet o Pablo Picasso, la hoja torcida en forma de puro, indiscutiblemente procedente de Cuba, ha sido reflejada como acompañante fiel de momentos de inspiración o sosiego. Francis Ford Coppola, Steven Spielberg, Robert De Niro, Jack Nicholson, Robert Duval, Pierce Brosnan, Sean Penn, Gerard Depardieu, Matt Dillon, Seymour Cassel, Joe Pantoliano, Jeremy Irons –a quien se le dedicó un Premio Habanos en Comunicación-, Billy Zane (actor de Titanic), Joseph Finney (del elenco de Shakespeare in Love), son otras de las infaltables menciones en una lista todavía más extensa de luminarias del séptimo arte que dentro o fuera de la pantalla y más allá de sus roles, se han confesado devotos del Habano. El Primer Concurso Internacional Habanos en Imágenes, un estreno de este XIV Festival del Habano; y el hermoso film Cigars: The Heart and Soul of Cuba, de James Suckling y James Orr, cuya proyección para los delegados del evento está programada para el viernes 2 de febrero, en el Palacio de Convenciones, constituyen un guiño de reciprocidad a tan maravillosa expresión del quehacer creativo del hombre, donde Cuba a través de este producto emblemático que es el Habano, ha tenido un importante víncu­lo de unión con el mundo.

Orson Welles habría sido el actor ideal para personificar a Sir Winston Churchill en caso de que se hubiera decidido hacer una película sobre la vida del histórico premier británico. Ambos de vientre abultado y cara ancha, tenían también en común el gusto por el Habano.