Partagás, digno de reyes
El disparo del trabuco cortó la tonadilla que silbaba. Cayó del caballo, y a duras penas pudo llegar, casi a rastras, hasta su finca de Hato de la Cruz, en Vuelta Abajo. Era la noche del 18 de junio de 1868. Pero Don Jaime Buenaventura Ambrós Partagás y Ravell no murió ese día.
Su fortaleza física de hombre nacido al borde del mar, de catalán vigoroso y curtido en la vida y los negocios, su espíritu agresivo en los juzgados, en las fábricas, en las plantaciones y también en la cama, su plenitud de fuerzas a los 52 años, le hicieron resistir la herida y sobrevivirla.
Lo mató su empecinamiento. Los médicos le desaconsejaron viajar en ese estado. Pero a Don Jaime nadie le llevaba la contraria. Partió para La Habana. Quizás intuía que el disparo podía repetirse o que la muerte le llegaría en forma de veneno. Tenía mucho éxito, y por ende ,demasiados enemigos.
Nunca llegó a su destino. Murió veintinueve días después en casa de unos amigos en la ciudad de Pinar del Río. Así comenzaba la caída de la familia Partagás, y paradójicamente, la leyenda de sus singulares Habanos.
DE SASTRE A TABAQUERO
Arenys de Mar era un pujante puerto de la costa catalana a principios del siglo XIX. De allí partieron innumerables emigrantes con destino a la “siempre fiel” Isla de Cuba, en aquel entonces propiedad de la metrópoli española. Muchos soñadores fueron a parar a otros puertos como La Habana, donde más que navegar o pescar hicieron lo que mejor se les daba: comerciar.
Así salió en 1831 de su pueblecito natal el pequeño Jaime, que por aquel entonces contaba con apenas 14 años, y que ya había dejado bien claro en casa que él no seguiría los pasos de su padre y de su abuelo, involucrados por más de dos generaciones en el negocio familiar de la sastrería.
No obstante, las relaciones del padre y del abuelo le abrieron el camino al joven Jaime, quien llegó a La Habana para refugiarse a la sombra de Don Juan Conill y Pí, uno de los más importantes almacenistas de tabaco en rama, quien ayudaría a muchos jóvenes catalanes a hacerse camino en Cuba, como el propio Jaime o el también conocido José Gener.
Sin embargo, el joven Jaime no quería contentarse con llevar números o almacenar pacas ajenas. Pronto comenzó a aprender los secretos del buen tabaco torcido a mano, y en 1845, junto a otro pupilo de Conill, Gerardo Martí, funda una pequeña fábrica que pronto comenzó a ganar fama por la excelencia de sus Habanos.
A Don Jaime, como ya comenzaba a llamársele, no le bastó con tener su propia tabaquería. Él quería más. Y se fue a Vuelta Abajo, con los primeros dineros ganados, a comprar la finca Hato de la Cruz, de sesenta caballerías de extensión, en el municipio de Consolación del Sur, provincia de Pinar del Río.
Allí no solo comenzaría a cultivar su propia planta de tabaco, sino que también experimentaría nuevas técnicas para hacer la planta más resistente y la hoja más aromática, e introduciría mejoras en los procesos de añejamiento para darle ese sabor inigualable a sus tabacos, que ya comenzaban a destacarse de la competencia.
Como hombre astuto para los negocios que era, en sus tierras levantó dos tiendas de víveres y enseres, en las cuales los guajiros podían pagar a crédito de sus cosechas, lo que le aseguraba no solo la cantidad suficiente de tabaco que demandaba su cada vez mayor fábrica, sino hojas de mejor calidad que la competencia.
Don Jaime crecía como tabaquero y negociante, y alrededor de él también engordaban los odios de la competencia.
Quizás no tuvo mayor enemigo que la familia Cabañas, en la persona de Francisco Álvarez Cabañas o Francisco Cabañas, como se le conocía en los predios tabacaleros, que le estableció un pleito de más de ocho años por la propiedad de la marca La Flor de Cabañas, registrada en 1848 por Don Jaime Partagás, y que ya poseía desde mucho tiempo atrás el otro, aunque no la utilizaba.
Fueron años de jueces y tribunales, de inquinas y maquiavélicas negociaciones, de insultos públicos y traspiés mutuos a las sombras, hasta que al final perdió Don Jaime, cuando le obligaron a abandonar la marca.
Ya para entonces casi no le hacía falta. La fama de sus Habanos había trascendido las fronteras y llegado incluso a las cortes europeas y aun a los propios reyes españoles. Don Jaime podía darse el lujo de rebautizar a sus tabacos bajo la marca La Flor de Tabacos de Partagás y darle el rimbombante nombre de Real Fábrica de Tabacos a la imponente mole en que se había convertido el otrora chinchal por donde inició todo.
Fue allí donde se dice que comenzaron a fabricarse vitolas con cepos y longitudes diferentes a las existentes, a donde confluían pintores y artesanos para embellecer los bofetones y fabricar exquisitas cajas y jarrones, y donde nació la emblemática figura del lector de tabaquería, una idea arropada por Don Jaime, siempre astuto y previsor, quien sabía que no hay nada que haga un tabaco más sabroso que un torcedor inspirado.
Eso lo llevó a alcanzar innumerables premios y reconocimientos, entre ellos la Medalla de Primera Clase en la Exposición Internacional de Francia 1855 y la Medalla de Oro en la Exposición Internacional de París 1862, entre las muchas otras que desde entonces comenzaron a adornar la marca.
Pero Don Jaime había acumulado muchos rencores a su paso. Casado con Catalina Puig y con cinco hijos, José (1847), Teresa (1849), Clementina (1851), Catalina (1853) y Adela (1854), no tenía por ello reparos en irse a la cama con alguna de sus esclavas más bellas, según decían las más maledicentes lenguas.
A la par, seguía en su inquina con los Cabañas y con el también catalán Pedro Mato en sociedad con Ramón Novell, con quien colindaban sus tiendas en Vuelta Abajo. Así, quizás el disparo que acabó con su vida demoró mucho.
El negro esclavo autor del trabucazo, Pedro Díaz, era un trabajador de su finca de quien se dice estaba celoso porque Don Jaime le hacía los favores a su mujer. Otros sugieren que era un asesino a sueldo.
Torturado y apaleado hasta casi matarlo, nada dijo. Fue condenado a muerte. No llegó a la horca. Amaneció muerto tres días después en su celda. Quizás era cierto que sabía mucho.
REFERENCIA DE SABOR
El asesinato de Don Jaime Partagás conmocionó a toda Cuba y la noticia viajó junto con sus Habanos por el resto del mundo. Paradójicamente su muerte le dio aún más fama a los tabacos, que comenzaron a cotizarse no solo por su calidad sino por la leyenda tejida en torno a ello.
Lamentablemente el hijo no era el padre, y el primogénito José Partagás Puig, muy mal dotado para los negocios, destruiría en menos de diez años lo que a Don Jaime le costó más de veinte edificar como imperio.
Lleno de deudas y asediado por los acreedores, no tuvo más remedio que negociar un pagaré primero por sus vegas de Hato de la Cruz con José Gener Batet, y luego por todas sus posesiones con el banquero asturiano Juan Antonio Bances Álvarez, quien a la postre se haría cargo del negocio.
Fue Bances uno de los que más hizo por realzar la fama de los ya mundialmente conocidos Habanos Partagás, al punto que por aquel entonces se llegó a acuñar, para referirse a la calidad de los tabacos cubanos, la frase de “Partagás y nada más”.
Aunque la fábrica posteriormente cambió de dueño en varias ocasiones, los avatares del tiempo y de la historia no pudieron mellar la fama y calidad de los Partagás, una de las marcas con más extenso vitolario, todavía considerada referencia de sabor de los Habanos.
El sueño de Don Jaime, truncado por un disparo asesino, le impidió ver cómo sus tabacos se han convertido hoy en símbolo de distinción y buen gusto, y siguen siendo, a casi 170 años de creados, Habanos dignos de reyes.