Mi Cine por un habano
Con su último aliento, el ciudadano Kane deja escapar, hasta que estalla, una esfera nevada al tiempo de pronunciar la enigmática Rosebud. Un Sam Spade más de Humphrey Bogart que de Hammett, va en busca del halcón maltés, «el material del que están hechos los sueños». El mismo Bogart, ahora en una Casablanca reproducida en estudios, ordena a Sam, el pianista negro del Café Rick que vuelva a interpretar «As Time Goes By» si antes la tocó para Ilsa (Ingrid Bergman). Otra sueca, Greta Garbo, en el papel de la soviética Ninotchka, cae rendida por los encantos descubiertos en París. Conjurado por el temperamento buñueliano, el ángel exterminador impide a un grupo de aristócratas salir de una mansión. John Wayne, el cowboy por antonomasia, en la diligencia que le conduce prisionero, defiende a sus pasajeros del ataque de los indios. La misma Janet Leigh molesta por el humo del tabaco del obeso y repulsivo policía Quinlan (Orson Welles) en su Sed de mal, no sospecha al tomar una ducha en el Motel Bates de Psicosis, la mezcla del agua con la sangre de las puñaladas que recibirá.
Un carterista de manos peligrosas halla un microfilm con importantes documentos secretos en el monedero de la prostituta a quien robó en el mero neoyorquino. El golpe de viento provocado a su paso levanta la falda blanca de una sorprendida Marilyn Monroe dispuesta a atenuar la comezón del séptimo año de casado de su vecino de los bajos. Algunos años atrás, cuando era una principiante, le bastó entrar fugazmente en la oficina de Love Happy (1949) para con su espléndida anatomía suscitar que a Groucho Marx se le cayera el tabaco. El humo de otro lo exhala aliviado, al percatarse de que todo fue una pesadilla, el profesor de psicología (Edward G. Robinson) cuya vida apacible experimentara un viraje al conocer a la mujer del cuadro que admiró en una vidriera, porque los sueños, sueños son…
¿Qué tienen en común estas imágenes rememoradas de antológicas películas? No es el glorioso blanco y negro de la mayoría, ni tampoco que son clásicos del cine. Casi todas son obras maestras del séptimo arte que integran las selecciones de las mejores en más de un siglo de su historia. Sin embargo, muchos desconocen que a sus realizadores: Orson Welles, John Huston, el húngaro Michael Curtiz, el judío berlinés Ernst Lubitsch, el aragonés Luis Buñuel, el irlandés John Ford, el británico Alfred Hitchcock, Samuel Fuller, el austríaco Billy Wilder, el germano Fritz Lang, sin olvidar la singularidad de Groucho, el bigotudo de los hermanos Marx… les aunaba no solo el arrollador talento, sino que todos, absolutamente todos, concibieron esos memorables títulos bajo el influjo de una inmensa cantidad de Habanos.
Quién sabe cuántas de esas secuencias, planos, soluciones dramatúrgicas o toques geniales surgieron tras degustar un puro importado desde Cuba. Quizás podían arrinconar en algún momento el megáfono y la claqueta, más no una surtida caja de tabacos. Existe quien, incluso, atribuye a Welles la declaración de que hacía cine para fumar puros gratis y esta confesión: «Esa es la razón por la que tengo tantos héroes y villanos que fuman puros. Mi inspiración son los puros. Cuanto más grandes, mejor».
Con sus perennes tabacos en la boca, Lubitsch, Welles y Fuller eran fumadores compulsivos detrás de las cámaras y lejos de ellas. A este último, especialista en cine de acción, Godard lo filmó en 1965 con su inveterado Habano como uno de los personajes hallados por Pedrito el loco en su camino. «Una mujer es solo un guión, pero un puro es toda una película», dicen que Fuller afirmó alguna vez.
El cine negro es el imperio del delito pero también del habano. Todo gángster que se respete —en Caracortada, La dalia azul y tantas otras piezas emblemáticas—, tiene al alcance de su mano el gatillo de un arma y un puro torcido en alguna tabaquería cubana. Bogart encendió un cigarrillo tras otro antes y después de aquel que le unió a través de una llama a Lauren Bacall en la versión del Tener y no tener hemingwayano rodada por Howard Hawks en 1945. Pero Robinson es considerado el mejor fumador de puros de todo tiempo y lugar, en la pantalla y fuera de esta.
Ambos fumadores impenitentes trabajaron a las órdenes de John Huston (1906-1987). Para este gran cineasta disfrutar en La Habana junto a Ernest Hemingway de las correrías en el «Pilar», los bares y los burdeles, significó mucho más que rodar los exteriores de su película We Were Strangers (1949), estrenada aquí como Rompiendo las cadenas. Gina Cabrera y Alejandro Lugo doblaron a Jennifer Jones y John Garfield en esos planos. El autor de Por quién doblan las campanas transmitió a quien osó después filmar Moby Dick su sabiduría y pasión por el habano. No abandonaría nunca a Huston ni siquiera al dirigir desde una silla de ruedas sus dos últimos filmes: El honor de los Prizzi (1985) y Los muertos (1987) sin cesar de hablar con un tabaco en la boca.
«Fumando espero al hombre que yo quiero…», cantaba en El último cuplé (1957) la actriz manchega Sarita Montiel, que sucumbió por entero al placer del Habano. La culpa siempre se la echó a Ernesto «Jemigüey», como pronunciaba el nombre de quien conoció en la residencia de María Luisa Gómez Mena y la visitó mientras actuaba en locaciones de La Habana en los rodajes de las coproducciones con México: Piel canela, Frente al pecado de ayer y Yo no creo en los hombres, dirigidas entre 1953 y 1954 por Juan J. Ortega. El enérgico seductor con las letras, la pólvora y cierto encanto animal la arrastró a un efímero romance, aunque ella admitió eternamente que en lo único que la hizo distinta fue que desde el primer Partagás que le puso en la mano, le enseñó a encenderlo, a fumar y a no tragarse el humo. “Ernesto opinaba que yo era muy sensual al encender el cigarrillo —evocó en sus memorias—, acariciándolo con cadencia y casi sin tocarlo, y que por eso me iría muy bien con el puro”. Sin haber cantado aún el cuplé postrero, pregonado como una violetera, ni bailado su último tango, perdió la cuenta de los Habanos que redujo a cenizas.
Mientras esperaban entre toma y toma prestos a ordenar “¡Acción!”, estos directores disfrutaban del puro de marca en ristre. Representaban el más ansiado regalo que le traían los amigos que viajaban a La Habana a emborracharse en el Sloppys Joe´s o babearse frente a las imponentes bailarinas mulatas en algún Show de Rodney en Tropicana. Por esos mismos años 50, Cesare Zavattini, patriarca del neorrealismo italiano (ya con los guiones de Ladrón de bicicletas, Milagro en Milán y Umberto D a su haber), en su primera visita a la capital cubana, se aficionó a pedir un tabaco después de toda opípara comida o una taza de café. Hasta Marlon Brando, que actuó en una Habana de cartón reconstruida en un plató hollywoodense en Ellos y ellas (1955), de Joseph L. Mankiewicz, se dio una escapada a la real, donde dio rienda suelta a sus instintos. Tocó bongó, visitó prostíbulos y, por supuesto, fumó tabacos, si bien prefería los cigarros, mucho antes de trabajar para Huston en Reflejos en un ojo dorado (1967).
En esta suerte de contrapunteo cubano del cine y el tabaco —para parafrasear a Don Fernando Ortiz— optamos por detenernos en estos fumadores de puros sin interrumpir a quienes tanto debe la historia del cine. Como el monarca Ricardo III con su caballo, ellos no pudieron prescindir de la transfusión de glóbulos negros del celuloide, pero tampoco del exquisito aroma y el sabor de un auténtico habano manufacturado en Cuba.