LA MARCA MÁS EMBLEMÁTICA DE HABANOS, S.A. NACIÓ EN EL CONTEXTO DE UNA CUBA EN PLENA REVOLUCIÓN, NO SOLO SOCIAL, SINO TAMBIÉN CULTURAL Y ARTÍSTICA

Como los Habanos Cohibas, nacidos en 1966, la heladería Coppelia cumple este año, en junio, cincuenta años de construida. Lo curioso es que ese establecimiento monumental, enclavado en lo que sigue siendo el corazón de La Habana moderna, no se ha inaugurado nunca de manera oficial. Un día abrió sus áreas al público y la gente entró para saborear los 26 sabores de helados que ofertaba entonces y que, con el tiempo, llegaron a ser 54. Fue en esa época el centro de encuentro y reunión por excelencia, y en buena medida lo sigue siendo. Los jóvenes de entonces, antes de ir a cualquier lugar, iban primero a Coppelia, o terminaban la noche en sus predios. A la oferta de los helados se unía la de sueros y batidos, y los precios eran escandalosamente bajos, más si comparan con la calidad del producto, sencillamente insuperable. Un helado Coppelia es un helado Coppelia, y punto.
El triunfo de la Revolución no solo propició  a las grandes masas el acceso a la educación y la salud. Les abrió también las puertas del consumo y la recreación. Empezó a comer  el que no comía y clubes y centros de esparcimiento que fueron exclusivos de la clase media y la  burguesía se llenaron de trabajadores y estudiantes. El Instituto Nacional de la Industria Turística (INIT) impulsaba un plan de excursiones nacionales, con una campaña publicitaria sin precedentes que giraba en torno al lema «A viajar por mi Cuba que me lleva el INIT» y que podían  pagarse hasta  doce meses después de la fecha de su disfrute. Los congresos más trascendentes  se celebraban entonces en el Hotel Habana Libre, y el Pabellón Cuba, construido en 1963,  pasó a ser sede de grandes exposiciones, como la del Salón de Mayo, venido directamente de París, en tanto que en las aceras de La Rampa se empotraban en la misma fecha losas de granito que reproducían obras de importantes pintores cubanos para convertirlas en una galería de arte su generis.
Nacía la marca Cohiba y la actriz Miriam Acevedo cantaba poemas de Virgilio Piñera en El Gato Tuerto, y en La Roca,  Martha Strada interpretaba La Mamma, de Aznavour, y  arrebataba con su estilo. Bola de Nieve complacía a sus admiradores en una sala pequeña, casi íntima del Museo Napoleónico y hacía que el público abarrotara el Auditórium Amadeo Roldán para escucharlo en  sus recitales de medianoche. José Tejedor, un cantante vitrolero por excelencia,  tenía tres programas diarios en la radio cubana, y el ritmo «mozambique», creado en 1964,  por el percusionista Pedro Izquierdo, conocido como Pello, El Afrocán, seguía siendo todavía en 1966 una locura nacional. Varios tambores acometían golpes de distintos ritmos, desde la rumba abierta y la columbia hasta el redoblante de la conga y el ekón abakuá y hacía que el  «mozambique» saliera   de los carnavales para adueñarse de los salones de baile, e instalarse,  de manera quizás  excesiva,  en la radio y la TV.
La canción y el bolero ceden paso a la balada, y numerosas piezas de ese corte pasan al repertorio de orquestas de música popular bailable. Se versionan números internacionales. Chucho Valdés, un grande de la música, orquesta piezas pop.  Miles de jóvenes de toda la Isla esperan a las once de la noche para pegarse al aparato de radio y escuchar en el programa Nocturno los últimos éxitos extranjeros y las producciones nacionales más recientes adscritas a lo que se consideraba moderno. No se deja de componer y bailar la música cubana. Roberto Faz alborota a las multitudes con el «dengue», una variante del mambo creada tres años antes por Pérez Prado, y Pacho Alonso sigue imponiendo su ritmo «pilón».  En el salón Mambí, de Tropicana, los sábados y domingos, cinco mil personas cada vez bailan al son de las mejores orquestas, en tanto que numerosos cabarés, desde los más lujosos hasta los más populares, aseguran a sus clientes espectáculos con música en vivo y hay bailes en los círculos sociales obreros.
Aquel año de 1966, cuando nació la marca Cohiba,  fue también el de la primera feria del libro, que tuvo lugar en el Pabellón Cuba y sus alrededores. En esa fecha vieron la luz dos libros esenciales en la narrativa cubana: Paradiso, de José Lezama Lima, y Biografía de un cimarrón, de Miguel Barnet. Roberto Fernández Retamar da a conocer su Poesía reunida;  otro poeta, Fayad Jamís, Cuerpos y  Eliseo Diego, El oscuro esplendor, quizás su mejor poemario. Onelio Jorge Cardoso publica Iba caminando, en tanto que cuentistas jóvenes como Norberto Fuentes, Jesús Díaz, Antonio Benítez Rojo y Eduardo Heras León consolidan su obra. Lina de Feria y Luis Rogelio Nogueras serían la revelación de la época. El poeta Nicolás Guillen preside la Unión de Escritores y la Casa de las Américas propicia la presencia en Cuba de importantes creadores latinoamericanos  y europeos; Cortázar, Martínez Estrada,  Benedetti, Cela, Moravia, Vargas Llosa  y un largo etcétera. No pueden dejar de mencionarse en este recuento apresurado  pintores como Mariano Rodríguez y René Portocarrero y  teatristas como Abelardo Estorino y Antón Arrufat, también narrador y poeta.
Otras edificaciones se sumaron, hace cincuenta años al Pabellón Cuba y a Coppelia. Entre ellas el Centro Nacional de Investigaciones Científicas, del arquitecto Joaquín Galván y colaboradores, autor asimismo del restaurante Las Ruinas (1972)  choque de contrastes entre el hormigón y lo natural, la potente estructura inmóvil y la sinuosidad cambiante de los árboles que la traspasan, el lujo de los mármoles y la tierra que los rodea. De 1967 es el edificio experimental de viviendas de Malecón y F, en el Vedado, un proyecto del arquitecto Quintana Simonetti.  De 1965 son las cinco escuelas de arte de Cubanacán, obra de los arquitectos Porro, Garatti, y Gottardi, conjunto que fue declarado Monumento Nacional y  que tuvo a Porro como proyectista principal. La Escuela de Danza Moderna, obra también de Porro, más allá del sentido evidente y primario de la función educativa, expresa, dicen especialistas, el momento de angustia que se vivía en aquellos años iniciales de la Revolución, la inestabilidad y la incertidumbre de la lucha de clases que se desarrollaba. El traumático choque de dos sistemas sociales es expresado en la configuración en planta que el arquitecto describe como un vidrio quebrado por un golpe.
En 1966 se inició, con carácter experimental, el plan de la Escuela al Campo —combinación de estudio y trabajo— y se creó el Centro Nacional de Permutas. Dos ciclones azotaron la Isla; el Alma, en junio, e Inés, en octubre. Se creó el Consejo Nacional de la Defensa Civil en aquel año que concluyó con una cena gigante en la Plaza de la Revolución en saludo a la victoria de enero de 1959.
Se extendía entonces  la cocina italiana en la preferencia del cubano. Pese al racionamiento, se comía espléndidamente en restaurantes como 1830 y Centro Vasco,  y  el espectacular sándwich cubano campeaba por sus respetos en El Carmelo de Calzada, en la Casa Potín y en La Alborada, del Hotel Nacional. Un sándwich y una cerveza por dos pesos de la época. En aquel año en que manos de mujer dieron vida al Cohíba,  el ciudadano común de todas las procedencias y colores podía entrar a esos lugares y sentarse a una mesa, y comer plácidamente.