- El Asombro. De San Juan de Chamula a las cataratas del Iguazú.
En el asombro hay implícito un poder misterioso que brota de lo que se observa, más allá de sus cualidades paisajísticas e históricas. Pueden ser puntos de fuga desde las entrañas del planeta, no lo sé, manantiales misteriosos de sus venas. Hay dos sitios específicos que guardo en la memoria por ser portadores de una indecible influencia: San Juan de Chamula y las Cataratas del Iguazú.
Cerca de Chiapas se encuentra San Juan de Chamula, portadora de la herencia maya. Allí hay un templo donde los turistas hacen cola ordenadamente esperando su turno para entrar. El pueblo en sí no tiene mayor atractivo, pero la peculiaridad del templo hace ineludible la visita.
Nos advierten que adentro está prohibido sacar fotografías o filmar, entendemos que por respeto a su tradición religiosa, ellos dicen que para evitar que sus almas queden atrapadas en las cámaras. La enorme puerta se abre y un vapor cargado de olor a pino e incienso, a cuerpos concentrados, a gringos y a europeos, a gallinas y a ritual, nos golpea sin reparo. Enceguecido por el cambio de luz mis ojos empiezan a divisar el panorama interior. Aún antes de entrar ya sentía el pecho recogido, un nudo en la garganta y mi alma sintiendo el vértigo de una gran caída en lo desconocido.
Adentro de lo que parece una típica iglesia católica no hay bancos, los indígenas los sacaron, como también sacaron a los curas. En su lugar hay ramas de pinos y paja donde se sientan. Tampoco hay altar, pero conservan las imágenes de los santos. La fila de turistas entra hasta el fondo, se mueve entre ellos y vuelve como una culebra asombrada. Yo no he podido dar un paso más y me he sentado a un lado para reponerme. Desde allí veo que los indios no se inmutan, siguen hablando en su lengua, se miran entre ellos y siguen con el ritual. Cada chamán está rodeado por una familia que le da lo que mejor tienen para dar, al menos lo que ellos creen: animales para el ritual y coca cola en botellas personales. El chamán bebe, come y cumple con su tarea divina.
Casi media hora después me levanto y hago el recorrido entre ellos, con una sensación de vergüenza primando sobre los demás sentimientos que poco a poco vuelven a su torrente habitual. El sincretismo de todo y la mezcla de sensaciones me han tocado el alma. Seco mis lágrimas y sigo el viaje sin sobresaltos por México.
Aquí, entre Paraguay, Brasil y Argentina, a miles de kilómetros y un par de años después, me encuentro con la misma sensación. La fuerza de las Cataratas del Iguazú abre ruidosamente mi corazón y este se sobrecoge otra vez. Su belleza es incomparable, una auténtica maravilla.
Quizás suceda que la energía del universo se escapa por resquicios que no vemos, que una mirada indígena o una fuente de agua milenaria nos quieren decir algo entre el murmullo de su fe y la estampida de su caída. Porque los pueblos y la naturaleza son fuerzas que caen para levantarse una y otra vez, abriéndose paso a través de su cauce sabio, irónico, inexplicable, misterioso y suntuoso a través de la vida, y porque la vida, que es en sí misma una maravilla indescifrable y espiritual, es como el agua que corre hasta estrellarse contra la muerte para renacer.