La vida me da una y otra vez la posibilidad de ser testigo del mestizaje cultural que identifica a nuestros pueblos de América. La fecha del 12 de octubre y sus diversas interpretaciones se traducen en un momento propicio para reflexionar sobre ese abanico de tradiciones tan emparentadas.
Si hay un ejemplo de pertenencia de una expresión cultural a más de un país lo encontramos en el tango. Su declaración por la Unesco en septiembre de 2009 como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad fue celebrada con similar emoción en Argentina y Uruguay.
Surgido a finales del siglo xix en los arrabales de Buenos Aires y Montevideo, nació como expresión de la fusión de elementos de las culturas afroargentinas y afrouruguayas, los auténticos criollos y los inmigrantes europeos. El tango es el resultado artístico y cultural de un amplio proceso de hibridación, por eso es fácil entender que en ambas orillas del Río de la Plata es considerado por igual como uno de los principales signos de identidad.
Otro símbolo de que las manifestaciones culturales conectan indisolublemente a nuestras tierras latinoamericanas lo encontramos en Chile y Perú, que no solo comparten frontera terrestre a lo largo de unos 170 kilómetros. La zamacueca —un baile popular y tradicional que se ejecuta en pareja— dio lugar a varios ritmos actuales en uno y otro país. Así, la cueca y la marinera, por ejemplo, podrían «hablar» en cierta medida de un pasado compartido o similar, aunque con las peculiaridades de su asimilación en zonas urbanas y rurales de cada territorio.
Venezuela y Colombia también se enorgullecen de ser cunas del joropo, un género musical y una danza tradicional. Algunos investigadores consideran que su origen habría que buscarlo en el fandango español, que a su vez podría haber sido una expresión danzaria africana, proveniente de Guinea, y llegada a esta parte del mundo de la mano de los esclavos traídos por la fuerza para trabajar en la agricultura y la minería.
Para referirnos a la música en la zona de Centroamérica hay que tener en cuenta la marimba, un instrumento de percusión en el que el sonido se produce al golpear unas láminas de madera de diferente tamaño y grosor con unas baquetas. A cada centroamericano al que se le pregunte podría ofrecer una versión diferente sobre el origen de este instrumento, porque todos buscan hacerlo suyo, todos lo sienten como algo propio, como un emblema de su nación.
Dos ejemplos nos acercan a esa percepción generalizada en la región. En Guatemala, la marimba es considerada un símbolo patrio, según lo establece la Constitución de la República, con el consiguiente decreto de obligatoriedad para el Ministerio de Educación de propiciar su enseñanza en las escuelas públicas y privadas, como un reconocimiento por su aportación a la cultura nacional, al arte y las tradiciones. En Nicaragua, por su parte, es práctica habitual que los grupos folclóricos danzarios interpreten coreografías sobre la base de músicas ejecutadas con marimbas.
En esta breve mirada a parte de lo mucho que tenemos en común los pueblos de América en materia de expresiones artísticas, bailes y géneros musicales, no podemos dejar de mencionar el bolero. Nacido en Cuba en el siglo XIX, México lo arropó de manera especial, al tiempo que en otras naciones del área también se hizo muy popular. Tal es el arraigo que hoy exhibe el bolero que se llega a confundir, y no en pocos círculos, el país de procedencia de determinada obra.
En general, la lista de coincidencias o similitudes en nuestros pueblos latinoamericanos es muy extensa y va mucho más allá de la música y la danza, para abordar las disímiles aristas de la vida de millones de seres humanos que, conscientes de ello o no, somos artífices de una realidad: es más lo que nos une.