El 32 Festival Jazz Plaza, celebrado entre el 15 y el 18 de diciembre de 2016, fue una de las mejores ediciones de este evento, surgido en febrero de 1980 gracias a la iniciativa de Bobby Carcassés y Armando Rojas. Por más de tres décadas, la fiesta de los jazzistas cubanos ha devenido recurrente espacio de interacción entre los músicos cultores y el público amante del género.
En un texto del investigador español Julián Ruesga Bono titulado «Una inmersión en el nuevo y no solo joven jazz cubano», publicado en la revista Tomajazz, que aborda el desarrollo del jazz hecho por nuestros compatriotas, sobre todo el realizado en los últimos años, obviamente el más desconocido a escala internacional, se expresa una idea fundamental para comprender el proceso de continuidad que ha vivido esta manifestación sonora entre nosotros. Por su interés, reproduzco un fragmento:
«El imaginario público forjado en torno al jazz cubano está muy determinado por el pasado del propio jazz, sobre todo por el peso histórico del llamado latin jazz. La particular y potente mitología que se ha ido construyendo a lo largo de los años en torno a sus grandes músicos condiciona su recepción y percepción pública. Chano Pozo, Mario Bauzá, Mongo Santamaría, Bebo Valdés, Cachao, Irakere parecen formar un todo orgánico en el imaginario del aficionado. Sin embargo, existe un presente del jazz cubano que, más allá de su historia, es tan rico y poliédrico como su glorioso pasado, y tan potente como él. Un presente formado por un elevado número de excelentes instrumentistas que hacen una música de gran calidad».
Por mucho tiempo he seguido, primero como aficionado al género y luego como periodista, el devenir jazzístico entre los cubanos, tanto dentro como fuera de Cuba. Gracias a mi madre, fervorosa amante del jazz y quien durante años no se perdía ni un solo concierto del género que tuviese lugar en La Habana, desde niño estuve en contacto con grabaciones discográficas del que es el primer gran lenguaje sonoro del pasado siglo xx.
Nadie que sea un estudioso del acontecer musical cubano de los últimos años podría ignorar el buen momento que en el presente vive el jazz hecho por nuestros compatriotas, tanto en el país como en el seno de la diáspora, a lo cual ha contribuido de modo especial la celebración del Festival Jazz Plaza, organizado inicialmente por una modesta institución cultural de un municipio de La Habana, y, más recientemente, del concurso Jo-Jazz.
Un investigador de visita en Cuba me preguntaba acerca del porqué, en mi opinión, los actuales músicos cubanos que de conjunto más habían penetrado el mercado internacional eran los jazzistas, a pesar de que en la Isla no haya conservatorios donde estudiar jazz y las posibilidades de tocar son insuficientes. Lo ejemplificó con el prestigio de nuestros compatriotas en países como España, Canadá y Estados Unidos, o en certámenes como el Grammy.
Entre el puñado de razones a las que eché mano para responder la interrogante, argumenté lo que ha significado el Jazz Plaza para el desarrollo del género, en particular durante el decenio de los ochenta, momento en que el festival vivió una impronta particular, dada la intervención en él tanto de instrumentistas profesionales como de numerosos estudiantes de las escuelas de música, atmósfera que entrado los noventa cambió de tónica y que, afortunadamente, de un tiempo a acá se ha recuperado en las ediciones del concurso Jo-Jazz, evento competitivo creado por iniciativa de Alexis Vázquez a finales del siglo pasado para jóvenes jazzistas, que optan por los galardones tanto en la categoría de Interpretación como en la de Composición.
En la actualidad, los caminos por los que apuestan nuestros jazzistas se están diversificando de manera ostensible. Existen dos grandes grupos: los que parten de lo cubano para llegar al jazz, y los que actúan en un sentido inverso. En ambas tendencias uno puede encontrar diversas ramificaciones.
La recién concluida edición del Jazz Plaza volvió a corroborar algo de lo que tengo la impresión en Cuba no somos conscientes: entre los muchos festivales del género celebrados en el mundo, pocos —por no decir ninguno— se dan el lujo de tener una programación tan intensa como la desplegada en el nuestro. Tanto la calidad como la cantidad de músicos que, de manera gratuita, intervienen en el evento, así como el número de conciertos, es algo sencillamente asombroso e impensable en otros sitios del mundo. A lo anterior se añade que, además del hecho musical, no falta la reflexión académica en un coloquio que se ha celebrado en doce oportunidades. Todo ello es mérito, pero a la vez reto, para los organizadores, porque conlleva tener mucho tino a la hora de concebir la programación, para que no ocurran pifias como la de no reservar alguno de los mejores espacios para artistas de primer nivel y que en ocasiones solo actúan en las sedes colaterales, como sucedió esta vez con la TK Band, proyecto integrado por afamados jazzistas estadounidenses, pero que únicamente se presentó en Fábrica de Arte Cubano.
Igualmente, en el camino de la rica mixtura entre lo cubano y el jazz, como novedad se incorporaron los espacios de conciertos y descargas en la provincia de Santiago de Cuba, en acción simultánea a lo acontecido en La Habana, y como continuidad lógica de los encuentros realizados en aquella ciudad oriental bajo el nombre de «Amigos del jazz». Por ello, el lema de la recién concluida edición fue «De La Habana a Santiago».
Cuando podemos apreciar a figuras como Terence Blanchard y Christian McBride unidos a Chucho Valdés, o a Orlando Maraca Valle y Eliades Ochoa junto al grupo Snarky Puppy, verificamos que en el presente, como nos ha enseñado la investigadora Ana María Ochoa, saberes, territorios y relatos se rearticulan generando una coexistencia difícil entre los modos históricos y contemporáneos de vivir tales saberes.
En semejante resignificación, la autenticidad de un trabajo como el de los jazzistas cubanos se encuentra con lo más auténtico y genuino de nuestra música, refrendado por (y en) la hibridación de lo global y lo nacional. De ese modo, desde la creación musical como expresión de la cultura cubana, contribuyen al doble movimiento de diferenciación y universalización de la cultura, de búsqueda y afirmación de la propia identidad y asimilación original de la identidad otra. Son iconoclastas que, desde los márgenes, empujan la cultura oficial hacia los bordes de otras narrativas y cuestionan la autoridad de las tradiciones sin negarlas —no se trata de entidades inmóviles sino que están en perpetuo cambio—, porque las reelaboran para construir un nuevo esquema de jerarquías.
Así, la obra de los actuales jazzistas de nuestro país, ya sea en Cuba o en el extranjero, pone de manifiesto que una auténtica visión cultural tiene que ir más allá de constreñirse tanto a un estrecho nacionalismo como a los efluvios imperiales. Son veleidades de las que por igual hay que huir, en pro de metabolizar las más disímiles tradiciones y con ello producir un tipo de creación musical que siga siendo cubana, pero concebida desde un lenguaje universal.