La isla soñada por un volcán
Martinica impacta a la vista no solo por las playas y montañas, idílica postal de una isla caribeña, sino también por su arquitectura, con los aires modernos franceses adaptados al rigor del trópico.
Pocas edificaciones anteriores al siglo XIX sobrevivieron los embates climáticos y la actividad sísmica que ha sufrido este territorio, uno de los departamentos franceses de ultramar. Por ejemplo, Saint Pierre, llamada en su momento «el pequeño París de Las Antillas», fue reconstruida luego de la devastación causada por la erupción del Mont Pelée, en 1902.
En el siglo XX el estilo moderno se instauró en ciudades y poblados, justo cuando era dominante en Francia. Solo que en la ínsula se desarrollaron estructuras acordes al paso de los vientos, a la inclemencia del sol tropical e incorporaron sistemas antisísmicos. Una verdadera arquitectura vernácula que trascendió los grupos sociales e impera en la imagen del país, junto a los atractivos naturales inherentes al Caribe.
Turismo, diversión y cultura
El territorio martiniqueño, de poco más de mil kilómetros cuadrados –el tercero en tamaño en las Antillas menores después de Trinidad y Guadalupe–, atrae al turista por las playas de arenas blancas en el sur y las de arenas negras en el norte. En las caletas se puede bucear y visitar arrecifes, practicar la natación y la pesca. Asimismo, descuellan los manantiales de aguas termales, y el accidentado paisaje permite observar desfiladeros o entrar en lugares selváticos, colmados de flores y frutas tropicales.
Fort-de-France, la elegante capital, seduce por el paisaje urbano donde resaltan la Catedral de Saint-Louis, de estilo neorromántico, y el Palacio de Justicia, mientras que el parque de La Savane, en plena urbe, nos permite hacer un alto en el camino rodeados por la flora local. La Bahía de los Flamencos, circundada de las elevaciones volcánicas de Pitons du Carbet, nos da la bienvenida.
Los amantes del senderismo pueden probar la Route de la Trace o Ruta de la Huella, una cuesta montañosa que se introduce serpenteante en la selva tropical. También está el Jardín Botánico de Balata, con unas tres mil especies de plantas exóticas, y las cascadas de Gorges de la Falaise (Gargantas del Acantilado) en Ajoupa-Bouillon.
El arte y la historia se dan la mano en el Museo Vulcanológico de Saint Pierre, que exhibe objetos procedentes del cataclismo que devastó la ciudad, mientras el Museo Paul Gauguin muestra recuerdos, cartas y reproducciones de cuadros del artista, quien residiera allí en 1887. También se puede disfrutar de un baño en la playa de arenas grises Anse Turin. Y si de sol y playa se trata, la apacible Les Salines nos invita a refrescarnos en su gran estanque de agua salada detrás del arenal.
Pero la ínsula de origen volcánico, dominada por la cumbre del Pelée (1 397 m sobre el nivel del mar), es más que paisaje. Como en el resto de las Antillas, allí arribaron esclavos africanos para la producción de azúcar, café, tabaco, añil y cacao, y su impronta ha nutrido la tradición dentro de la diversidad del universo caribeño.
Folclor y sabor martiniqueños
El espíritu festivo de Martinica se refleja en eventos culturales, gastronómicos y náuticos a lo largo del año. Numerosos aficionados se alistan en la vuelta a la Isla a bordo de las embarcaciones de madera denominadas yoles rondes o yolas redondas, durante los meses veraniegos de julio y agosto. O se entregan al desfile de orquestas de calle y disfraces en el carnaval de puro sabor caribeño.
Pero si de saborear se trata, es preciso probar el menú tradicional –basado en el mestizaje africano, indio, amerindio y europeo–, que deja entrever el savoir faire de Francia combinado con frutos típicos como el plátano, la piña, la guayaba y la papaya, entre otros que les regala la tierra.
La oferta diversa de actividades, accesible en cada época del año, hace de esta isla caribeña de estilo europeo un destino único. Martinica defiende en su encanto turístico el orgullo de ser un reducto de modernidad en pleno corazón del Caribe