- Tras los pasos de los Mayas.
Recorrer el sur mexicano, plagado de historia y patrimonio, ahogado en naturaleza y construido en piedra, no solo es un sueño, también puede ser una realidad
Cuando llegué a Tuxtla Gutiérrez, la capital del estado de Chiapas, aún no sabía qué rumbo darle a mi viaje. Quería recorrer el sur de México pero es muy difícil; pocas regiones en el mundo reúnen en unos cuantos kilómetros caprichos de la naturaleza, zonas que hablan del pasado prehispánico, de la vida colonial, la comida deliciosa y las playas. Imposible recorrerlo todo. No se puede ni en una vida.
Esa noche entré a un restaurante del lugar donde sirven una bebida llamada Pumpo, que preparan con jugo de piña, vodka y hielo en un recipiente hecho con una calabaza hueca. Antes de servirla un mesero grita: "¡Sale el pumpo!... ¡Ahí va el pumpo!... ¡Llegó el pumpo!"; otro toca una campana y el resto aplaude y hace bulla. Así tomé la primera decisión: iría al Cañón del Sumidero y la zona arqueológica de Palenque.
Desde sus miradores, el Cañón provoca que uno de gracias por tener ojos para mirar esas paredes de roca caliza que alcanzan los mil metros de altura, el fondo azul y verde del agua del Río Grijalva y la vegetación que esconde cocodrilos, garzas, zopilotes y demás fauna. Antes de ir a Palenque hice una parada en San Cristobal de las Casas. Aún conserva calles empedradas y adoquinadas, sus iglesias de estilo barroco y casas con techos de teja roja y patios llenos de flores.
En medio de la selva Lacandona, rumbo a la antigua ciudad maya, encontré las cascadas de Agua Azul, que se forman mientras desciende el río Tulijá en un cauce escalonado que al mismo tiempo crea estanques. Palenque deja a uno con la boca abierta, sobre todo el Templo de las Inscripciones, abarrotado con jeroglíficos que cuentan la civilización maya. Dicen que las ruinas expuestas son solo el uno por ciento de la ciudad; el resto está enterrado. Y es cierto: bajo las raíces de los árboles se pueden ver restos. Fue en Palenque donde supe cómo realizar este viaje. Haría una ruta maya. Seguiría las antiguas ciudades levantadas por esta cultura. Estaba seguro que a mi paso me toparía con alguna ciudad colonial, una playa o una maravilla de la naturaleza, y así sucedió.
Pasé a Campeche. Hace algunos años visité Calakmul, otra ciudad maya en medio de la selva. Dentro de su pirámide vi criptas funerarias y estelas ricamente labradas. En Edzna, otra zona arqueológica, los habitantes construyeron un ingenioso sistema de canales, que llegan a medir hasta seis kilómetros de longitud, así como depósitos para captar, almacenar y distribuir el agua, además de calzadas de piedra que comunicaron a varios de los conjuntos arquitectónicos más importantes.
Pasé a Mérida, la capital, para dormir. Mientras cenaba un poco de pan de cazón —una especie de sandwich hecho con tortillas, pescado y bañado en salsa de jitomate— tuve que decidir entre ir a las ruinas de Chichen Itza, alguna hacienda henequenera o el cenote de X'Batún. Decidí ir al escenario natural pues había visto varias zonas arqueológicas y Chichen Itza se convertiría en el pretexto ideal para regresar al sur mexicano.
Valió la pena. El cenote de X'Batún es una piscina natural de agua color turquesa, tan clara que se alcanza a ver lo que hay al fondo de sus 20 m de profundidad. Las raíces de unos árboles en la parte superior descendían y lirios verdes cubrían un costado. Me sumergí en el agua y para mi sorpresa estaba templada. La parte más profunda mide 57 m y está llena de cráneos humanos, vasijas y otras ofrendas de ceremonias mayas.
Cuando pasé a Quintana Roo ya sabía qué era lo que quería en ese estado: playa y mar. También sabía cuáles: Playa del Carmen y Cozumel. Por fortuna, muy cerca de ahí está la zona arqueológica de Tulum. Fue uno de los pocos asentamientos mayas que estaba habitado cuando llegaron los españoles, sin embargo, a finales del siglo XVI ya no quedaban residentes. Así que primero fui a las ruinas. A los pies del Castillo, su edificación más emblemática, está la playa. Pude descansar un poco en la arena blanca y fina que parece talco, bañarme en las aguas tranquilas del Mar Caribe y ver un arcoíris que se dibujó contra el acantilado.
Ante este escenario, el sur de México me dejó la puerta abierta para que regresara las veces que quisiera.