Llamado por muchos viajeros emporio del Cubanacán, en el vasto espacio geográfico del Camagüey de topónimo indígena le nació a Cuba la cuarta de sus villas. Desde el siglo XVI es una de las más importantes y singulares poblaciones de la Isla-archipiélago.
Tras crearse el enclave portuario en 1514 por mandato del Gobernador Diego Velázquez, y luego de su escapada del litoral, la comarca itinerante se convirtió en pastoril dejando poblada su grandiosa sabana con más de un centenar de hatos de vacas atendidos por hábiles monteros y sabaneros, indígenas y africanos sumados, empeñados en disputarle a cualquier otra de las villas insulares la preeminencia del comercio de cueros y otros derivados pecuarios, con la finalidad de satisfacer el creciente mercado en El Caribe.
En esa suerte de “disidencia” comercial frente al monopolio gaditano que defendía La Habana - en el contrabando libre de criollos con extranjeros -, estuvo la clave del esplendor del Puerto Príncipe colonial; el impulso al florecimiento de su patrimonio, su cultura raigal, sus primeros poetas, sus tradiciones y leyendas ancestrales y su rico imaginario popular.
Eran notorios sus montaraces y hábiles jinetes entregados a las “monterías” del ganado cimarrón, que de un puñetazo derribaban el toro; sus habilidades en la curtimbre de cueros que les compraba Inglaterra o Francia; o la fabricación de “zapatos de pellejitos” y “botas de becerro” para la monta; y el rodeo de Guáimaro; y sus loas y canturías de Sibanicú que llamaban a fiesta al pueblo.
Cuentan de aquel gentío que inundaba los caminos cada mes de junio para ver las cabalgatas y carreras que hacían levantar el polvo a una calle que sale de la puerta de la capilla de la orden Terciaria de San Francisco de Asís, y del lucimiento de los jinetes en el ensarte de la argolla, y en la “captura del verraco” suelto, y las ventas de animales de toda especie, y del saborear el matajíbaro y el tasajo, y de compras de albóndigas de carne a las negras cositeras en la Plaza de la Reina. No había blanco, negro o chino que no saliera a “correr el San Juan”, decía un visitante en el siglo XIX.
   Y quedan las descripciones del Parque Casino Campestre que se abrazaba a la villa histórica, con sus paseos floridos y sombreados y espacios de exhibición, al que se iban todos a ver premiar con la onza de oro en los días de Feria al mejor criador de toros de la comarca, que se ganaba presentarlo al certamen de París.
Hasta de la galanura y belleza de sus damas lugareñas se hablaba con lisonjas, porque en ellas se reflejaba el gran poder de la naturaleza impregnado por el creador en la ganadería camagüeyana; y en todo lo demás sobresalía la ganadería, aunque así no lo viera el rey que confirió a la villa el Título de Ciudad, en aquel noviembre de 1817.
Y las más antiguas callejas que le nacían a su plaza primigenia, parecían querer reencontrarse a lo lejos con los hatos y corrales que dejó gente de Velázquez para rodear el poblado originario.  
Fama tenían las producciones y derivados de la actividad ganadera en Camagüey. Se decía que de ella le venía a sus hombres de campo complacer al recién llegado a la casa con trozos de “quesos del país”, entre sorbos de café de “coladera”. El queso tenía entonces la preferencia por estar impregnado del secreto de su elaboración y de la habilidad del hombre de campo. Por todo tienen bien merecido prestigio las marcas Otero, Guarina, La Vaquita y Patagrás.