Innumerables pregones y anuncios de venta acompañan al transeúnte por nuestras calles, pero algunos se le tornan irresistibles, como aquellos que anuncian confituras típicas. La razón puede estar en la memoria, allá donde los dulces se conectan con la infancia, el hogar, los agasajos, las celebraciones… o en la emanación de las papilas gustativas al prever el reencuentro con su textura y sabor.
Hay dos especies sensoriales dentro de la lista. Si bien sus ingredientes de base son naturales y comunes, el método de fabricación es distintivo y secreto, depositario tan solo de quienes lo seguirán. Coincidentes en el empleo del azúcar y en guardar historias particulares que las convierten en insignias de la tradición repostera local, han llegado hasta nuestros días estas cremas suaves, nutritivas, de sencilla apariencia y alta calidad.

Cremitas de leche de Cascorro
Según refiere la historia, la zona geográfica donde se encuentra el poblado de Cascorro se definió desde 1530 hato ganadero generador de altas producciones de leche por tener abundantes pastos y aguadas. Tal vez, la intención de conservarla propició la aparición espontánea del dulce, resultado de su cocción con azúcar; o tal vez la introducción de su receta, cuyo momento exacto es imposible definir. Mas sí es posible dar a Arsenio Conde Florá, vecino de esa localidad a finales del siglo xix y principios del xx la autoría de la crema solidificada y dúctil que hoy conocemos, lograda con leche fresca y pura de vaca y azúcar blanco bien seco, cocinados durante el tiempo preciso para garantizar el color, consistencia y sabor característicos.
La cremita alcanzó fama inmediata. De ahí que su creador sistematizara con meticulosidad las formas de hacer, preparara seguidores y dotara a sus producciones de un sello particular modelando en figuras disímiles pequeñas porciones de la masa, atractivo que le otorgó el privilegio de comercializarlas exitosamente desde su propia gestión en las más distantes comarcas de la llanura principeña, donde la ciudad capital tenía prioridad.
Discípulos de Arsenio dieron continuidad a la elaboración de las cremitas legitimándolas como símbolo de identidad. En esta última etapa se construyó una fábrica que aún procesa y distribuye las barras envueltas en traslúcido papel celofán; mientras la confección artesanal discurre paralela entre los conocedores o simples imitadores de la fórmula.

Maní de Roselló
Actualmente se elaboran en la ciudad variados dulces a base de la semilla de maní, sin embargo, uno sobresale entre todos: el maní de Roselló.
Desde 1943, el nombre refrenda su pertenencia a Manuel de Jesús Roselló Iglesias, quien patentó la fórmula del nutritivo turrón cuyos ingredientes, el maní de grano blanco y alta concentración de aceite —traído del Oriente cubano a la ciudad—, más azúcar refino, se procesaban combinando métodos técnicos y manuales.
Cualquier camagüeyano de pura cepa busca en la calle San Ramón nro. 360 el auténtico maní de Roselló, de sabor y consistencia invariables. Entre las barras rectangulares, pequeñas o grandes según el precio, escogerá la oferta que desee degustar, ya sea la crema firme y compacta, la salpicada con granos crujientes, la que combina el chocolate desafiando al paladar; o el turrón tipo jijona, sacado a la luz en los días de navidad como presente especial para compartir en la familia. Todos identificados con su eslogan particular: Maní de Roselló es bueno y cubano y la condición añadida de poseer marca registrada internacional.