Vidrieras inspiradas en originales de Servando Cabrera Moreno y Amelía Peláez.
Versión en vitral de una Flora de Portocarrero.

DEBE haber sido un espectáculo sobrecogedor el gran incendio de la Catedral de Santa María la Menor en la Isla de la Española, o República Dominicana. Antes de que fuera reducida a cenizas esa joya arquitectónica, en 1586, Francis Drake cargó con cuanto pudo y esto incluyó sus enormes vitrales. El legendario corsario estaba lejos de suponer que tras su avaricioso ataque contra la Primada de América, ésta iba a resurgir siglos más tarde cual radiante ave fénix.

Ahora, frente al Parque Colón, la Catedral señorea otra vez con aires góticos y renacentistas, estilos en armonía perfecta con las líneas contemporáneas de los variados colores de sus cristales, renovados en 1990 por Rincón Mora, artista local de gran prestigio.

PODER DEL COLOR Justamente ese efecto de optimismo y alegría que da la danza entre la luz del sol o los cirios y los colores a través de los cristales, fue descubierto por Carlomagno, quien necesitaba rodearse de personas confiadas en su poderío. Entonces, el bálsamo de las vidrieras era un recurso manipulador con un elevado reforzamiento, sin dudas, de la belleza para cubrir estéticamente los espacios humanos y contagiarlos con su poder.

En esa época del arte bizantino, los maestros vidrieros eran aún elementales en sus creaciones ya que todavía sentían una afición enorme por las formas geométricas. Pero entrado el siglo XI es cuando, junto a las varillas de plomo se unen a decenas de pequeños fragmentos de cristales pintados con los más diversos motivos, en especial místicos y de alabanza al Reino de los Cielos.

No obstante, llegado el arte gótico, al filo del 1300, las iridiscentes tonalidades harían su entrada triunfal en tantas naves religiosas, primero, y más tarde, en otros períodos de la historia del arte, en palacios, comercios y hasta residencias.

Y para resumir este breve recorrido por el trayecto de los vitrales; no podía pasarse por alto entre nosotros los períodos, de 1890 a 1930, del Art Nouveau, el Liberty y el Decó. Su irreverencia está asociada con un lenguaje pictórico desafiante a través de estilizadas mujeres, flores y plantas. EL CARIBE A TRASLUZ Una cruz magenta enmarcada en un círculo de vidrio recibe al visitante en la principal Iglesia anglicana protestante de Antigua y Barbuda. Mientras que en la Iglesia de la Virgen del Valle, en la caribeña isla Margarita de Venezuela un pescador extasiado presiente el descenso de la venerada dona. En el primer caso, se trata de una ornamentación muy sobria. Y en el segundo, todo aquel que contemple el enorme y elegante vitral de la nave sabrá sin equívocos que se está en presencia de una realización tropical: un cocotero, dibujado a un costado, así lo hace ver.

A pesar de sus diferencias visuales, ambas tienen un denominador común; el sol. Y ese será el elemento distintivo con respecto a los vitrales confeccionados en Europa. Aunque de allí se hicieran a la mar para tropezar con estas costas, su mayor realce, su acabado exquisito se da en comunión con el reinado de claridad de una región perennemente tórrida.

Desde la Catedral de la Purísima Concepción, en la central provincia cubana de Cienfuegos, pasando por la Iglesia Anglicana de St. Jorge, en Montego Bay en el noroeste de Jamaica, transitando luego por la Catedral de la Santísima Trinidad, en Trinidad y Tobago, hasta llegar a la Catedral de Santa Marta en la Cartagena de Indias del Caribe colombiano, los rayos de colores brillantes se proyectan con orgullo contra todas las cosas.

Estos vitrales han sido “bendecidos” por un fenómeno de la naturaleza, por una radiación electromagnética: ¡La luz¡. Sin embargo ese cuasi ornamento dejó de ser exclusivo de los recintos beatíficos. Ya sea en hoteles, restaurantes o residencias, en las puertas de acceso o como acompañantes de ventanas de dos hojas, los vitrales de Kingston o La Habana, se despojaron de su seriedad eclesiástica para nutrirse con las polifacéticas vivencias populares.

DE LO ANTIGUO A LO MODERNO De Cuba baste señalar que tanto en las casas del capitalino barrio del Vedado como en la Habana Vieja los vitrales conforman acogedores espacios humanos justo frente a amplias escaleras, las cuales reciben a partir de las pinturas traslúcidas toda la fuerza de la mañana, la mayoría de las veces pasando por las imágenes y los cuerpos de diosas griegas o seductoras ninfas.

O como le ocurre en los solares, que al preceder la entrada del patio vecinal, a su interior, se vuelve un atisbo curioso del mundo exterior. A modo de abanico casi siempre y colocado en la parte superior de las puertas, los solares se vuelven estilísticamente amistosos al transmitir con ellos una especie de saludo de bienvenida. Al margen de que los vitrales filtran la luz, su presencia circunvalada y en cuatro paños, y a veces en cinco, complementan de manera perfecta el rectángulo de las puertas.

Pero todavía en cualquier lugar del país, las mamparas, esas molduras que separan una estancia de otra, hablan de la amistad entre la madera blanca y el cristal coloreado. Se han quedado en las casas de padres a hijos, como una herencia bien cuidada, venerada pudiera decirse sin temor a equívocos.

Hay sin embargo, un hecho curioso que se da en las reproducciones modernas de los artesanos cubanos del vidrio, pues las técnicas han variado un poco, por lo que es muy común observar la sustitución del pintado por el nevado. Este se emplea entonces como piezas de rompecabezas de las formas más caprichosas que al juntarlas propician el nacimiento de mariposas, lirios, rosas y la emblemática ave nacional, el tocororo.

También al recuperarse muchos espacios arquitectónicos significativos del Centro Histórico de la Habana Vieja, la vitralera profesional de esa zona, Rosa María de la Terga, consciente del valor estético de su trabajo ha colocado en distintos puntos de la ciudad verdaderas joyas tintineantes. Esto es posible constatarlo en el Hostal del Fraile, donde el blanco y el violeta desafían en triángulos las cuadradas formas del verde o a los círculos rojos, o en la Casa del Perfume, porque la vista se aturde un poco con tantas cenefas vidriadas que caen a los lados desde el techo.

De este conjunto de comentarios es posible por ende afirmar que los vitrales se han mezclado entre nosotros con modernidad. Lo han hecho con porte y sin que pareciera una blasfemia; el sol los respalda favoreciéndoles con su brillo y danza.