Fiel a su condición de espacio exclusivo, el Caribe se empeña en seducirnos.
Cuando en muchos países se prefiere la celebración íntima, entre amigos y familiares, para festejar la Navidad; los pueblos caribeños, sin embargo, abren puertas y ventanas, y echan andar.
Aquí son los espacios abiertos, en contacto diáfano con la gente en la calle, esquina o plaza, los que se llenan de música, baile y algarabía general para agasajar las fiestas navideñas. Son muchas las tradiciones – unas heredadas y otras que se han transculturado en rico mestizaje – que trascienden el sentido más puro de esta celebración para convertirse en un carnaval de los sentidos y del placer.
Como ya se ha dicho antes, el Caribe no deja de asombrarnos. Si algunos prefieren quedarse en tierra firme para disfrutar de la fiesta y el gentío o aventurarse por los senderos de la naturaleza; otros, sin embargo, eligen permanecer en la frontera entre mar y arena, en la extensa franja de sol y placidez que en el Caribe acompaña siempre. Y muchos, siguiendo la ruta, deciden traspasar esa línea acuosa para adentrarse en la riqueza del Caribe marino, en los más recónditos lugares donde la calma y el asombro son aún persistentes.
Porque el Caribe es eso: posibilidades diversas que se van abriendo en la medida que el visitante camina, viaja o escudriña los espacios infinitos que conforman la gran dimensión cultural y natural que somos.
José Carlos de Santiago Editor