- El sambódromo de Río de Janeiro
La resaca del mar en Ipanema me dio el mejor revolcón de mi vida. En la favela Santa Marta Michael Jackson rodó They don’t care about us cuando el narcotraficante Marcinho VP le garantizó a Spike Lee, director del video clip, la seguridad del rey del pop. Allí mismo, más de veinte años después, un niño me «regaló», por solo dos reales, un dibujo hecho por él. En la Escadaria de Santa Tereza, o Escalera de Selarón, decorada con mosaicos traídos de todo el mundo por el artista plástico chileno Jorge Selarón, quien en el 2013 sería encontrado carbonizado en ese mismo sitio, devoré una feijoada y perdí mi celular. Tomé caipiriña y caipiroska, cerveza y un alcohol coloreado de dudosa procedencia y vendido en bolsitas de plástico en Copacabana. Me apretaron por todos los flancos con espaldas, barrigas, brazos, piernas, nalgas y hombrías en el tumulto de los húsares de momo y ensordecí de alegría con el bloco de turno: pequeños momentos inolvidables.
Es indescriptible la locura y el desenfreno en Río de Janeiro durante el carnaval. Un desborde de todo: de alegría, de colores, de cuerpos increíbles, de gente desnuda, de calor, de gritos, de baile, de alcohol, de excesos, de música, de violencia, de agua, de orín dondequiera, de sabores, de sexo, de histeria, de derroche, de miserias, de contrastes, de sudor, de desorden, de euforia, de mujeres, de hombres, de niños, de drogas, de todo lo absurdo que se pueda imaginar, de todo lo sublime que se pueda sentir, de lo ecléctico, de lo icónico, de lo sincrético, de lo racial, de lo espiritual, de fútbol y batucada, de calles inundadas de tanto para dar y recibir.
La ciudad es técnicamente un basural con licencia para vivir a tope. Aunque no conocí los lugares underground, era palpable el peligro y la excitación en el aire. Todo parece estar permitido y todos parecen disfrutarlo como mejor pueden.
El sambódromo de Río es una paleta de colores en las manos de Baco, su lienzo una alfombra de cemento de unas cinco cuadras. Visitarlo conlleva ser previsor, cotizar un paquete turístico o algo parecido con unos meses de antelación, y eso no se nos había ocurrido. Pero una mágica noche, mientras el sambódromo se iba llenando de gente, la escuela de samba llegaba pintando formas sobre el lienzo y los carruajes se avizoraban, nosotros cenábamos tranquilos y totalmente distanciados en cuerpo y mente a un par de kilómetros de allí. Estábamos en Villa Isabel, muy cerca del Maracaná, frente a una tarima escueta de barrio escuchando el bloco de turno, cuando de pronto apareció un muchacho de la nada. Ansioso se acercaba a las mesas tratando de explicarse mientras ofrecía algo, pero la gente rechazaba la oferta. A mí me pareció que vendía entradas para algo, así que preguntamos y… qué creen, el chico formaba parte de la escuela de samba que se presentaba esa misma noche en el sambódromo y tenía entradas para regalar. Sí, como lo leen: ¡estaba regalando entradas! La emoción fue indescriptible y pasó por el miedo y la suspicacia —me pasó de todo por la mente—, pero aceptamos las invitaciones y corrimos. Y así, sin esperarlo ni imaginarlo estuvimos en el epicentro del carnaval de Río, viviendo en carne y hueso ese «todo puede pasar en Río»… y gratis.