A favor de la fonda
Luego de años sin tomar en serio la necesidad de poner orden entre los libros de casa, respiré profundo e inicié la tarea clasificatoria, que se convirtió en una expedición por el mundo de mis recuerdos. En una cuartilla de papel gaceta doblada entre las páginas del Nuevo catauro de cubanismos de Fernando Ortiz (Edición Póstuma, Editorial de Ciencias Sociales, 1985) encontré esta suerte de crónica al paso que entonces titulé con una interrogante: «¿Defensa de la fonda?».
Camino a la central ciudad cubana de Santa Clara iba yo con la vista perdida en el paisaje, cuando leí el siguiente cartel: «Mini-restaurant, abierto las 24 horas». Por qué mini-restaurant, me pregunté. Las dimensiones que desde mi móvil-atalaya pude calcular al establecimiento serán tal vez de tres metros cuadrados, lo que justificaría el prefijo mini. Pero —seguí cuestionando— por qué nombrar restaurant a algo que no lo es. ¿Qué de malo tiene llamar fonda a esos pequeños establecimientos donde con higiene y sin lujos puede saciarse el apetito?
En honorables fondas comieron muchos ilustres cubanos sin que la falta de eufemismos menoscabara su digestión ni su obra patriótica o artística. Muy honorable fonda fue aquella Bodeguita del Medio de Martínez, frecuentada por una lista de celebridades que va desde el poeta Nacional de Cuba, Nicolás Guillén, hasta el Premio Nobel de Literatura Ernest Hemingway.
Confieso que disfruto la riqueza que hablantes de todo el mundo dan a la lengua castellana. Pero me sentí molesta el día en que, en pleno corazón de La Habana, encontré un comercio que se identificaba con el nombre de charcutería. Traté de imaginar qué sentiría Fernando Ortiz si supiera que hay quien no busca en su valioso Catauro… o parece olvidar que palabras como fiñe, flaquencia, rumbantela, ñáñigo, machete o mambí tienen significados especiales para los cubanos y solo serán sustituidas por legítimas sucesoras que surgirán, como ellas, de lo más profundo del sentir, el saber y la identidad de los hablantes cubanos.
Citemos en su arista lexicográfica al sabio que nos definió con su clave de transculturación. Así escribió en 1923 al lector de su Catauro…: «(…) en él pusimos algunos frutos de la tierra, que habíamos recogido cruzando la selva del lenguaje criollo en busca paciente de raíces y flores traídas y arrojadas al azar por los esclavos africanos, (…) y otros de muy diverso aporte con que tropezamos en nuestras correrías por campos y playas de Cuba».
Defendamos, pues, no solo a la fonda, sino a la aventura suprema de atravesar «la selva del lenguaje criollo».