Dos amores y un bicho, del dramaturgo venezolano Gustavo Ott.

Conocí a Teatro Escambray cuando cumplía quince años. Viajamos desde Santa Clara, para ese encuentro, un grupo amplio de muchachos vestidos de uniforme azul, algunos ya interesados más en serio en el teatro, con el afán de conocer directamente a la agrupación. No llegamos al campamento, unos kilómetros más allá de Manicaragua, provincia de Villa Clara; paramos allí donde Sergio Corrieri explicaría que el Escambray finalizaba en ese momento una nueva obra.
Al propósito del aniversario se sumaba el interés, sobre todo por parte de Corrieri, líder fundador y director general del grupo, de que diéramos nuestras opiniones sobre ese espectáculo aún no estrenado: Molinos de viento, de Rafael González, con puesta en escena de Elio Martín. 
Corrieri vio que muchos de los estudiantes pertenecíamos a un grupo de teatro de aficionados en la Escuela Vocacional Ernesto Che Guevara de Santa Clara, y nos invitó a La Macagua, el campamento de la agrupación teatral en las lomas de la Sierra del Escambray, a ver la puesta en escena, siguiendo aquel método, caro al colectivo, de confrontar previamente los espectáculos con distintos sectores de espectadores y usar esas opiniones en función de perfilar la confrontación definitiva de la puesta con el público.
Eso ocurrió en diciembre y me permitió conocer La Macagua bajo la luna, y deslumbrarme para siempre con el teatro. Ni qué decirlo, esos encuentros entre octubre y diciembre de 1983 fueron decisivos para la definición de mi vocación y de mi vida. Así de sencillo. Todavía cierro los ojos y veo a Carlos Pérez Peña en el personaje del director de Molinos… robotizándose en la medida que avanzaba la obra, y la espléndida partitura, entre el jazz y el rock, de Pucho López. En enero nos llegarían los ecos del impacto teatral y social de Molinos de viento en el Festival de Teatro de La Habana de enero de 1984.
A partir de ahí se inició la relación y empezamos a viajar de ida y vuelta en el día desde Santa Clara algunos sábados de pase largo de la escuela. No perdí jamás el camino. He vuelto a La Macagua una y otra vez durante años. Allí hice mi tesis de grado sobre lo que llamé «La aventura del Escambray», organicé durante años, junto a Pérez Peña y Rafael, los encuentros Teatro y Nación, organicé aniversarios redondos… Siempre lo he visto con el placer de «pagar la deuda» por aquellos primeros encuentros. Pero sobre todo estudié al grupo y su práctica.
Teatro Escambray había capitalizado la mejor experiencia, a fines de los sesenta, cuando el teatro cubano se afanaba, justamente, en encontrar nuevas vías de inserción social. De un consenso común en este sentido, partieron varias búsquedas, todas con un fuerte contenido experimental en relación con el vínculo escena-público. De ellas solo triunfaría, de modo duradero, la propuesta del Escambray, gracias a un proyecto artístico y social sólido, además de la relativa coincidencia entre el legítimo resultado del grupo y el pensamiento político dominante en la cultura y la sociedad de los setenta, que alentaba un arte como vehículo de expresión de las masas, suerte de voz coral de la sociedad.
La estética del grupo se caracteriza por una acentuada perspectiva social, que coloca al cubano ante las contradicciones del proceso histórico de la Revolución. De los años setenta son insoslayables La vitrina y El paraíso recobrado, de Albio Paz, Ramona y La emboscada, de Roberto Orihuela, que dibujan el mapa humano de la región en esa época.
Con el transcurso del tiempo, la agrupación fue cambiando, llegaron nuevos abordajes temáticos en concordancia con las transformaciones de la realidad, pero siempre el interés por el ser humano en su particular circunstancia cubana rige los destinos del colectivo.
Después del importante Molinos de viento, que fue el emblema crítico de los ochenta, La paloma negra, ya en los noventa, del dueto González-Pérez Peña, apunta a un cambio de giro resultado de un largo camino de renovación del discurso estético. Desde entonces un núcleo de jóvenes, siempre cambiante, pretende formarse al tiempo que animan el repertorio y crean espectáculos. En esta última etapa, bajo la dirección de Rafael González, la sede ha devenido escuela.
El metodólogo, a principios de los dos mil, demostraba la lucha de un grupo teatral por la vida. Una vida no traducida en inútil e inerte existencia. Para ello el Escambray pelea en los últimos años por un constante renacimiento a partir de las naturales y constantes recomposiciones internas. En esa lucha abierta contra la muerte, trasluce su principal necesidad: el surgimiento de directores artísticos y de intérpretes que sepan traducir, en función del presente, el amplio legado, la enorme experiencia acumulada, así como las preguntas de hoy.
Se trata, en definitiva, de vencer el peso de la historia. De que los nuevos montajes, más cercanos a las problemáticas juveniles, a tono con la edad de sus protagonistas, nos dejen la certidumbre de sentirnos ante un montaje de la agrupación. Quiere esto decir: incómodo, crítico, difícil, imperfecto. Esa será la persistencia más real del colectivo frente a tantos obstáculos y frente a su decidida actitud de proseguir la aventura, a pesar —y con el conocimiento— de las carencias que el Escambray del futuro debe remontar para vencer el lógico cansancio que impone medio siglo de fértil y aportadora trayectoria.