The meaning of things, 1988.
Primera pintura, 1972.

La primera vez que tuve conocimiento del artista ecuatoriano afincado en Barcelona Patricio Vélez (Quito, 1945) fue en 1988, con motivo de una exposición en la Galería Ciento de la capital catalana, cuyo título era El significado del tiempo, donde reunía un gran número de dibujos en tinta china sobre papel. Ahora, transcurridas tres décadas, la Fundación Suñol, situada en el Paseo de Gracia y cercana al edificio modernista de la Casa Milà, también conocida como La Pedrera, del arquitecto Antoni Gaudí, exhibe la primera muestra antológica sobre Patricio Vélez a través de un centenar de obras, entre pinturas, dibujos, grabados y fotografías. Se titula Las formas del tiempo, y en ella se revisa su obra desde los sesenta hasta la actualidad, revelando su interés por la naturaleza, el paisaje y la botánica. La Fundación Suñol se inauguró en 2007, siendo su director el escultor Sergi Aguilar. Su fondo consta de mil doscientas obras, todas ellas relacionadas con las vanguardias artísticas de los siglos XX y XXI.
Vélez se formó como arquitecto en Quito, Barcelona y París, aunque una vez finalizados sus estudios se dedicó de lleno al mundo del arte. Ha ejercido como docente en diversas escuelas y universidades, como la Escola Eina, dedicada al diseño, la Escola Massana, especializada en artes aplicadas, y la Facultad de Bellas Artes, todas ellas de Barcelona, la École Supérieure d’Art de Avignon, Francia, y finalmente en el Herbario QCA de la Universidad Católica de Quito. En España las galerías que lo han representado son la propia Ciento, ya desaparecida, pero que durante el periodo de los setenta a los noventa fue muy importante dentro del panorama artístico contemporáneo de la ciudad, y la Joan Prats-Art Gràfic.
Las formas del tiempo se articula en diferentes apartados, no necesariamente cronológicos, sino desde una perspectiva temática que hace referencia a su memoria y a las experiencias vividas. El propio artista las denomina variaciones, «concepto que sustituye a la de serie y que ofrece una acepción no lineal o mecánica de la producción», debido a que son agrupaciones de obras que se van transformando con el paso del tiempo, originando la aparición de otras nuevas, en las que la naturaleza es el eje vertebrador de su trabajo, que, de algún modo, es una vuelta a sus orígenes, ya que rememora las experiencias vividas cuando era un niño en el valle de Lloá, próximo a Quito. Las comisarias son Luisa Ortínez y Rosa Queralt, a pesar de que esta última falleció recientemente, por lo que la exposición también es un homenaje a su figura de historiadora y crítica de arte.
En la primera sala hay la variación Lettres à monpère. Se trata de un grupo de dibujos en papel carbón; «es un medio atenuante de la imposibilidad del todo, gracias a su constitución paradójica: solo tiene reverso». Corresponden al periodo 1976-1978, pero no son las piezas más antiguas, ya que en la última sala hay un conjunto de Fotografías amazónicas que cubren el espacio que va desde 1966 hasta la actualidad. Se basan en sus vivencias durante su estancia en Brasil, intentando captar a través de su Leica lo que acontecía dentro de un bosque, un bosque muy denso y difícil de fotografiar, aunque tuvo la oportunidad de subirse a alguna de las torres de observación a unos cincuenta metros de altura, donde la visión es completamente diferente. También los bosques aparecen en la sala siete mediante una serie de piezas que parten de un texto relacionado con un paseo por uno de ellos, donde se aprecian algunos elementos que hacen referencia a los árboles, concretamente hojas y troncos, dibujados a lápiz, tinta o grabados en punta seca, todos ellos en blanco y negro.
Una de las variaciones más impactantes es Piel de boa, sobre todo porque trata de mostrar algunos de los recuerdos de su infancia en Ecuador, donde construye una historia alrededor de la muerte de una boa constrictor que un conocido suyo cazó a orillas del río Santiago, y que tuvo encerrada durante unos días en una jaula, matándola posteriormente. Más tarde vio en casa de un familiar la piel disecada de la serpiente. En el periodo 1977-1982 pintó y dibujó este tema reiteradamente, aplicando el color de manera extensa. Estas formas geométricas que aparecen en las telas o en los papeles, aunque aparentemente sean abstractas, no lo son en realidad, ya que hacen referencia a la piel de la serpiente.
Maria Llüisa Borras veía en sus obras de finales de los ochenta un «trabajo minucioso y pulcro, de técnica irreprochable, que por ahora rehúye la peligrosa tentación del academicismo y solo apto para gentes dotadas de fina sensibilidad». Pues bien, han transcurrido treinta años y Patricio Vélez sigue interesándose por la arquitectura, el paisaje, el territorio y la cartografía, percibiéndose aún en sus obras la minuciosidad de sus propuestas, donde el orden se mezcla con el movimiento, un movimiento que se observa en las delgadas líneas que, a menudo, surgen en cualquier parte de la composición y que parecen estar dotadas de vida propia. El propio artista considera que su obra dentro del actual contexto artístico le lleva a «diluir las fronteras temporales y geográficas, de tal manera que el “sistema actual” se funde en la imprecisión de sus orígenes y en la evanescencia de su duración».