Por una razón que su propia trayectoria explica perfectamente, cuando muchos en el teatro cubano mencionamos a Berta Martínez pensamos de inmediato en Federico García Lorca. Y es que Berta Martínez, entre los directores escénicos más relevantes de la Isla, es culpable en cierto modo de esta manera de perdurar: sus montajes a partir de obras lorquianas fueron no solo celebrados, sino que además se convirtieron en referentes de su modo de entender las posibilidades infinitas de la palabra, la poesía, la luz y el escenario.
Nacida en Yaguajay, en 1931, tuvo oficios diversos antes de convertirse en una de las actrices más relevantes de su generación, y en La Habana de los años cincuenta ya era aplaudida y celebrada. En esa época, durante los primeros tiempos de la televisión, tuvo una actividad incesante, aunque luego, poco a poco, se fuera alejando casi definitivamente del medio. Pero su gran pasión era el teatro, y en aquellos espectáculos que se podían ver en las pequeñas salitas de la capital se fue haciendo de una cultura, de un saber y de una manera de ganar conocimientos y técnicas que luego le permitirían dar el salto hacia la dirección escénica. En Prometeo, grupo fundado por Francisco Morín, tuvo algunas de sus mejores apariciones. Rine Leal, el más importante crítico de la escena nacional, celebró sus desempeños en Beatriz Cenci, El difunto señor Pic o Sangre verde. Al triunfo de la Revolución ya está integrada a Teatro Estudio, y la sala Hubert de Blanck, sede de ese importantísimo colectivo, sería su espacio natural.
Quizás su más recordada interpretación sea su rol protagónico en Contigo, pan y cebolla, la célebre comedia de Héctor Quintero que Teatro Estudio estrenó en 1964 bajo la dirección de Sergio Corrieri. Berta Martínez se convirtió en la encarnación perfecta de Lala Fundora, esa mujer anhelante de una mejor vida para su familia, obsesionada con la idea de comprar un refrigerador que le permita llegar a ese objetivo. Dueña de una refinada técnica actoral, deslumbró a todos en ese rol, y lo mantuvo con vida hasta 1989, en diferentes montajes de Teatro Estudio. Pero también fue memorable en El perro del hortelano, Madre Coraje y sus hijos y Galileo Galilei.
Su trabajo como directora despuntó ya en los años sesenta. Dirigió Don Gil de las calzas verdes, La casa vieja, y su primer Lorca: Bernarda, propuesta muy experimental, a inicios de los setenta. En 1980 estrena Bodas de sangre, y es la consumación de su estilo. Imágenes austeras, metáforas vivientes, uso del coro en sentido estrictamente dramático, la luz como un personaje más. Se arriesgó aún más con Macbeth, La aprendiz de bruja —único drama escrito por Carpentier—, y regresó a Lorca con La casa de Bernarda Alba y La zapatera prodigiosa. Supo ir a la médula de una España sin folclorismos. Su Lorca es, sin duda alguna, andaluz y caribeño a la par.
Se despidió como directora en la década de los noventa, estrenando un par de revisiones gozosas de títulos del género chico español: La verbena de la paloma, y Las Leandras, dos éxitos donde lo cubano se mezclaba con lo hispano sin recato. Acaba de morir en La Habana esta mujer, ganadora del Premio Nacional de Teatro y maestra de muchas generaciones. Cuando decimos Lorca, en Cuba, pensamos en ella. Creo que es un honor que nadie —jamás— podrá arrebatarle.