La batalla está en los talleres
La batalla está en los talleres» es una de las sabias afirmaciones de José Martí. Sí, en el taller donde se forja la vida —como él mismo calificó a la mujer-madre—, en esos talleres que producen lo necesario para la alimentación y el vestir, e igualmente en aquellos donde se fabrican muebles y vehículos, máquinas y herramientas, juguetes y libros. Pero también en otros tipos de talleres que transforman la subjetividad en productos palpables que registran el modo de ser de individuos y naciones, para devenir —luego de las correspondientes mediaciones— en recurso para el placer y la reflexión sensible. Entre estos últimos figuran, con reconocida significación, los talleres de la creación artística.
No han sido pocos los creadores del arte plástico que han convertido sus talleres en motivo implícito en las imágenes de sus estilos. Desde la visión del propio pintor con paleta y pincel junto al caballete, o acompañado por sus medios del trabajo —tubos de pinturas, reglas, cartabones, creyones—, hasta la pose de la modelo en alguna zona del atelier, han servido para dejar constancia de lo que significa ese espacio productivo para el desempeño de la profesión imaginativa. El tema El artista y su taller ha recorrido casi todas las épocas del arte: renacimiento, barroco, neoclasicismo, romanticismo, realismo, impresionismo, fauvismo, surrealismo, expresionismo y pop art, etc. Tampoco ha faltado entre los célebres muralistas mexicanos o en las apropiaciones figurativas difíciles de colocar dentro de cualquiera de las tendencias modernas y tardo-modernas.
Bastaría mencionar dos puñados de firmas de la gráfica y la pintura cuyos autorretratos incluían el estudio de labor, o que dejaron testimonio artístico de este, para comprender esa complicidad vital imprescindible entre el ambiente íntimo o colectivo donde nace la obra de arte y la predisposición sicológica de quienes la crean. En distintas ocasiones he podido contemplar maravillosas formulaciones plásticas del asunto debidas a Vermeer, Van Ostade, Tintoretto, Goya, Courbet —que aborda un encuentro con críticos y coleccionistas dentro del taller—, Monet, Van Gogh, Matisse, Diego Rivera, Frida Kalho, Picasso, Dalí y El Equipo Crónica. Hay otros, como Toulouse Lautrec con una autocaricatura frente al caballete, o esa singular versión de Ensor convertido en esqueleto pintando, en quienes el taller queda implícito en el hacer del artífice. Un colega cubano, Pedro Pablo Oliva, acaba de inaugurar en la galería Casa 8 del Fondo Cubano de Bienes Culturales una exposición de valiosas realizaciones provistas de señales de lo absurdo e «infernal» histórico, que en él adquieren presencia hedonista. Una de las obras del conjunto lo muestra trabajando con pincel y lienzo, también en clave de caricatura.
Es tal la universalidad del tema del artista y su taller, que quien redacta este artículo lo hizo suyo en una pintura de gran formato sobre impresión fotográfica en tela, de título homónimo. La obra armonizó la visión de mi anterior local de faena —situado entonces a solo pasos de la Catedral de La Habana— con un autorretrato, dentro de factura deliberadamente híbrida que adquiría sentido plural por conducto del lenguaje metafórico y paradójico que me expresa. Elaborada a partir de una fotografía del español Luis Areñas, la pieza fue parte de un proyecto de diversos artistas de Cuba nombrado Retratos Cubanos, exhibido en 2010 en el habanero Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam. Abundan igualmente fotografías realizadas por profesionales significativos del lente que decidieron penetrar en los estudios y casas de artífices del quehacer pictórico, escultórico, gráfico y de arte no-objetual, para dejarnos noticias sustanciales —captadas de muchas circunstancias e identidades— sobre la naturaleza del sitio donde la conciencia estética se torna aporte fidedigno de la cultura.
Cada vez que visitaba el Hurón Azul —casa-taller de Carlos Enríquez— o veía a René Portocarrero trabajar en tres cartulinas de modo simultáneo, en el cuarto del apartamento que tenía en lo alto del edificio situado al frente del Hotel Nacional, notaba que existía un invisible enlace determinante de la percepción de espacio y forma, proveniente del lugar donde el artista creaba. Las visiones de René incluían efectos indirectos de una ciudad vista en cuadrículas cromáticas distanciadas, pero lo pintado por Carlos revelaba el contexto de verde ámbito campestre que envolvía el inmueble donde vivía y pintaba. Amelia Peláez utilizaba su taller de cerámica en Juan Bruno Zayas, Santos Suárez —hoy prácticamente subvalorado por la responsabilidad estatal—, para reuniones nocturnas con sus amigos del arte plástico, quienes, mientras esperaban la salida del horno de las fabulosas vasijas ornamentales, degustaban los sabrosos platos elaborados por la pintora magistral. Los no siempre bien comprendidos «monstruos» de Antonia Eiriz estaban marcados por el contexto popular donde vivió y tuvo su atelier. Mario Carreño me confesó en Chile, cuando me tocó invitarlo para que viniera a Cuba a exponer en el Museo Nacional de Bellas Artes, que si no hubiera tenido su espacio de producción artística en el moderno Vedado de los años cincuenta, le hubiera sido muy difícil prohijar las composiciones con tendencia geométrica, que no obstante poseer sustrato figurativo, interdialogaban con los proyectos arquitectónicos de ese tiempo.
Manuel Mendive encontró en la zona semirrural de Tapaste el hábitat preciso para encarnar pictóricamente arquetipos antropozoomórficos que se mueven en coordenadas míticas de presencia vegetal. Juan Moreira ha requerido siempre del ordenamiento y limpieza dentro del taller hogareño donde genera sus asépticos planos cromáticos. Talleres colectivos de grabado —como el de la Corporación Pro-Gráfica de Cali, que conocí cuando nacía, en el segundo lustro de los setenta, o ese activísimo que mantiene el también cubano Luis Miguel Valdés en la mexicana Cuernavaca— combinan necesariamente la atmósfera de fábrica para lo estético con el sentido de fiesta, lo sobrecargado en la mezcla de estilos que exhibe con ese saber ser escenario para el acuerdo entre artistas e impresores, condiciones imprescindibles en el trabajo intenso y las búsquedas técnico-expresivas que en ellos tienen asidero. Mi actual taller de arte, situado en un cuarto-esquina de mansión colonial del siglo xvII —calles Leonor Pérez y Habana— a unos trescientos metros de la casa natal de Martí —por estar en un entorno incontrolado con ruidoso marginalismo— semeja un «terreno de combate perenne» entre los requerimientos de mi sensibilidad e imaginación productiva y la agresividad ambiental que allí crece.
Es obvio que al referirnos a los talleres de artes visuales tenemos en cuenta sus variadas tipologías: el que posee el artista para concretar en solitario los resultados de su oficio, los que requieren máquinas y prensas o secadores de uso común por muchísimos profesionales, y asimismo esos que radican en viviendas de creadores, despliegan misión formativa en condición de aula especializada, se establecen circunstancialmente durante bienales y proyectos multidisciplinarios, o son integrados por grupos con cierta unidad de propósitos prácticos o de filiación sintáctica. No deben olvidarse los talleres institucionales que determinados gobiernos nacionales y locales siembran para facilitar la materialización de programas de cultura en pos del desarrollo espiritual de la sociedad. Todos, en una u otra medida, llegan a ser crisoles que convierten innumerables posiciones artísticas en bienes para el gusto numeroso, signos de la idiosincrasia múltiple, frentes de batalla por la verdad y la belleza, o surtidero de valores de alcance internacional que el mal mercado deforma, vacía, reconoce solo en sus atributos para el negocio fructífero, y deshumaniza.