En el lugar donde dos inmensos océanos se tocan y donde el paso telúrico está abierto para acortar las distancias entre todos los puntos del planeta, hay una nación que expresa su ser y dice de sí para sí y para los demás, lo que ha sido, es y aspira.
En esta delgadez hemos hecho nuestra historia; aquí está la angosta cintura donde hemos vivido, en un istmo estrecho de escasos setenta y cinco mil kilómetros cuadrados.
Somos algo más de tres millones y medio de panameños, hijos de la fugacidad, del paso y de las huellas. Nietos y biznietos de las olas, los buques, los atracaderos y siempre más allá de los sueños navegados.
La historia de este conglomerado a orillas de las aguas, pluriétnico, multicultural, mezcla profunda de piel tostada, sal, lluvia y de una identidad hija de las policromías y las polivalencias, nos dice que en esta tierra tan ligada al tránsito perenne, a los viajeros y a tantos buques de infinitas banderas, ocurrió nuestra existencia.
Zurcida a los mares, en la selva húmeda, la sabana pacífica, la cordillera sin desmesuradas alturas, en el litoral caribe intenso y aún por ser desplegado y vuelto a descubrir para el mundo, en belleza, hechizos y futuro.
En esta delgada geografía, respondemos a la legítima pregunta: ¿Quiénes son ustedes? La historia tiene la palabra, digo, para intentar contestar sobre lo que fuimos y para saber por qué hoy tenemos la esperanza centelleante de construir lo que seremos en los años que vendrán.
Panamá es el país con nombre de árbol, pez o mariposa. Vivimos en el tránsito perenne que caracteriza nuestro territorio y que se inició tan lejos como unos once mil años, –y sin escritura– pasando por el recientísimo hecho de poseer, en términos de soberanía e independe el Canal que une los océanos hace algo más de una década.
El ombligo de nuestro ser, de la madre donde nacimos, es ahora nuestro.
La mirada al pasado doloroso, a las usurpaciones, se torna ahora en una mirada hacia nuestro futuro; pero no puede ser una mirada con los ojos vacíos. Las nuevas generaciones tienen que saber cómo se formó la nación, cómo supo defenderse y cómo no pereció en la paradoja de ser ella misma, de todos y de nadie.
Ello significa recurrir a la memoria, porque por ella, sobre ella y ante ella, sabremos con precisión cada rasgo de nuestra identidad, de lo que somos, como cuando un cuerpo se pregunta cómo y de qué manera está animado por el alma y exige verla con sus propios ojos.
El mundo pasó por nuestras entrañas, casi no nos vio al pasar; pero, a pesar de los pesares, hubo una gestación; hubo, hay y habrá aquí, en uno de los epicentros del universo, una nación amada, con sus ojos múltiples, sus hijos multicolores y sus madres trayéndolos a la vida con su sangre legítima, como la suma de muchas sangres.
Es decir, nuestro ser nacional, plural; suma del viento, de la espuma del mar, el coraje, la espesa selva y la delgadez de un istmo que se empeña en conquistar su felicidad y construir su destino.
No basta crecer y construir edificios para tocar el cielo. Panamá es, por mucho, un pueblo y una geografía, digna de la luz y de la aurora