Con apenas 21 años, Ardenis García es propietario de uno de los autos más singulares de La Habana: un Buick 1940 convertible. Esta es la historia.

Crecer en la barriada de Buenavista, al noroeste de La Habana, es nutrirse de tradiciones. Los autos clásicos son ya un rasgo de cubanía y Ardenis lo lleva en su sangre. Creció entre «cacharreros» —como llamamos en Cuba a esos artífices, mitad mecánicos, mitad magos, que logran el milagro de hacer funcionar estos automóviles como si estuviesen nuevos—, y aprendió de ellos lo bueno y lo malo.

Por eso, en cuanto tuvo oportunidad, quiso tener su «almendrón», pero no uno cualquiera.  Siempre le gustaron los convertibles por su elegancia incomparable y la sensación de libertad y aventura que brindan, así que, ayudado por varios amigos con experiencia, comenzó a buscar el auto de sus sueños. Confiesa que al principio se sintió un poco perdido: le gustaban todos.

Entre las opciones que descubrió, le pasó inadvertida la más interesante: un Buick 1940. Las fotos que encontró no le hacían favor, pues su estado, aunque no era malo, era mediocre. La pintura no le favorecía y faltaban detalles importantes en cintillos, placas de marca y otros adornos similares.

Por suerte, su grupo de «asesores» le avisó a tiempo. Uno de ellos alcanzó a distinguirlo entre las fotos que Ardenis llevaba en su móvil y así, casi por azar, saltó al momento: ¡ese, ese es el carro que te conviene! Juntos contactaron al dueño y Ardenis terminó de convencerse. El auto funcionaba y su potencial era apreciable. Por supuesto, había trabajo por hacer, pero tampoco era demasiado. Comenzó la tarea de mejorar lo que el tiempo había perdonado. Primero fue la tapicería, sustituida por completo. Luego tuvo su turno la carrocería y, al no ser necesario repararla, toda la atención se enfocó en la pintura. El auto quedó «en la lata»: se removió toda la pintura hasta dejar el metal de la carrocería al desnudo.

Así es posible apreciar cualquier detalle de óxido o abolladura y repararlo, para luego aplicar capas de antioxidantes y pinturas de acabado. Explicado en dos renglones parece fácil, pero lleva días de trabajo, casi todo manual. Antes, fue necesario «enmascarar»
lo más posible la modificación que en algún momento anterior le hicieron al parabrisas, cuando redujeron la altura del marco y se descompensó su posición respecto a la capota, cuyo mecanismo de cierre original se había perdido en el tiempo. 

Ante la imposibilidad de encontrar el sistema original, se  incorporó un sistema eléctrico para accionar la capota y devolver su capacidad de funcionamiento. Luego se restauró el timón, en muy mal estado, y completaron los cintillos y algunos logos de marca. 

Aún persisten detalles como la defensa delantera, donde será necesario hacer precisiones. La que hoy tiene el auto —y vemos en las fotos— corresponde a un modelo 1941, con el soporte central que ofrece marco para la matrícula. La de 1940 solo llevaba un tercer pilar central.  Esto, junto a la parrilla frontal, eran las mayores diferencias estéticas entre ambos años. La parrilla de 1941 era más ancha, enteriza y completamente niquelada.  En 1940 existe el pequeño pilar central, en color de la carrocería, que apreciamos en las fotos, y la divide en dos.

La parte mecánica fue indulgente con Ardenis. El motor, un clásico por sí mismo, no ha necesitado reparación. Se trata del ocho cilindros en línea que Buick mantendría en producción hasta 1952. Encontrar hoy uno en funcionamiento es un privilegio extraordinario, sobre todo en Cuba, donde estos autos no duermen  en un garaje a la espera de la próxima exhibición, sino que circulan a diario. Luego, se repararon los frenos, aún originales, y se cambió la caja por una proveniente de un Chevy 1972, y el diferencial por uno de Buick 1954. Poco a poco los resultados ya son apreciables.
Hoy, este Buick luce espectacular gracias al esfuerzo y criterio de un joven que, a pesar de su corta edad,valora el legado de estos autos. 

En su caso reviste mayor importancia, pues probablemente este sea el único ejemplar de su clase en Cuba, y Ardenis, según pudo comprobar al inscribirlo a su nombre, su tercer dueño.