- Por todas las sendas que anduve de España
Como tantos otros, con tanta esperanza, llegué a la vieja aldea de Montrondo, León. La noche cayó sobre nosotros sin advertirlo, inmersos en una interminable conversación y regocijo de parte y parte. La cubana y la española. Comunicarnos más y mejor era el propósito de la familia recién conocida. La energía llevaba una carga de un siglo de espera.
Un estremecimiento inexplicable me invadió al poner los pies en aquella tierra. Para cambiar del sollozo a la risa, el primo Juan me invitó a reconocer el pueblo y terminamos metidos, con toda la familia, en el cementerio, rindiendo tributo a la tía Lecinia. Ni por asomo entro yo a un cementerio de noche en Cuba, pero la aldea —y no lo supe hasta el amanecer— es como el patio de tu casa. Se conocen cada piedra, cada fuente de manantial, cada sombra de la montaña. Así identifiqué a la que no permite la entrada al sol cuando llega el invierno. Disfruté lo delicioso de iniciar el otoño, que ni por sospecha reconozco en el Caribe. Esa «marcha» con un abriguito ligero en la mañana me recordaba todo el tiempo: estás aquí, ahora, en España.
Y cómo costó eso de llegar allá —sobre todo emocionalmente— desde mi país, donde algunos confundieron el asunto de reclamar nuestro origen con algo tan absurdo como extraviar nuestros ideales. Para mí no hubo duda alguna: papeles son papeles, familia es familia, patria es patria.
Tendrían que ver el gozo de mi rostro y sentir el de mi alma. Me levantaba con alegría cascabelera ante las proposiciones de los miembros de cada casa, que reclamaban nuestra presencia: la primera cubana-española de la familia en llegar allí. Apenas podía mirar a los ojos de mis adorables anfitriones José Antonio y Dolores, para decirles: con permiso, hoy me voy para allá. Al extremo que una prima repitió una receta de pulpo a la gallega para afirmarse como mejor cocinera. Esas deliciosas grandes pequeñeces humanas me hicieron dichosa esos intensos y escasos días. Y digo en el alma, no en el estómago, que muy a mi pesar se me cerró de emoción. Plena de ese espíritu heredero de emigrantes españoles y libaneses —adonde un día también me propongo ir—, cada abrazo era una fiesta.
Mi abuelo Constante llegó a Cuba un día de 1920 a «hacer las Américas». Sin mirar atrás, huyó de un inescrupuloso servicio militar y de la incertidumbre que genera la pobreza, traspasando la misma puerta por donde entré yo, único testigo mudo en el tiempo. Por eso, encontrar en Montrondo sus cartas conservadas, aclararon para mí la verdadera historia de su vida en Cuba. Una prima las guardaba con tal celo que ni permitió al tiempo manchar las remembranzas. Estremecían sus relatos.
El padre de mi prima es Elías, hermano de mi abuelo. Un inspirado carpintero ebanista de los finos, que quería seguirlo a Cuba. Mi abuelo lo desestimulaba, explicándole cómo aquí tampoco pudo adelantar mucho la vida. Encima, el amor le llegó por el vientre de una cubana, noble y pobre como él, llamada María. Ya tenían cinco hijos varones, que —al decir de su hermano—, después de todo, hubiera sido una desgracia que fueran hembras. O sea, brazos de hombres para la labranza.
Sin embargo, María, la cubana, le dio la lección de lo que vale una mujer esencial de esta tierra cuando decide echar la suerte con el hombre de su vida. Como mujer de trabajo, crio a sus hijos con tales virtudes que salieron de allí a hacer la Revolución.
María, para la cual también es hoy este homenaje, lavó toda la ropa de su hogar antes de partir a otra existencia. Los dejó con la hermosísima, humilde y esforzada historia de vida que pudo darles. De tales abuelos retoñamos nosotros.
Hoy, al ver la foto que la red social me permite con la instantaneidad del asombro, puedo decir: ¡al fin, padre, estás ahí! En la vieja aldea, en esa puerta —umbral de un mundo desconocido— que traspasó, con la resolución de sus veinte años, el abuelo un día.
Por ti, abuelo, también de alegría son mis lágrimas hoy, al cumplir este sueño. Como para tantos emigrantes españoles, te resultó inalcanzable el retorno, ante la carga que impuso la vida y el tiempo. Para ti, Constantino Fernández, que complacías mi inquietud de niña curiosa cuando en las tardes me contabas —como para no dejarlos ir— tus recuerdos de España.
Gracias a la vida terminaste cubanizado a gusto, y hoy está ahí tu hijo Eadberto, celebrando sus 80 abrazado a tu raíz. Y para mayor regocijo, anda el joven Miguel, uno de tus descendientes españoles, amando a una bella mujer cubana. Se llama Claudia y, como a ti, le hará echar raíces aquí.
Solo se trata de completar un ciclo de amor que iniciaste tú, por todas las sendas de Cuba, tu segunda patria.